Decenas de migrantes y organizaciones denuncian extorsiones continuas y agresiones sexuales por parte de la policía del país centroamericano.
Mayra está sentada en el Parque Bicentenario de la ciudad fronteriza de Tapachula, en el sur de México, un lugar que en los últimos años se ha convertido en un punto de encuentro de migrantes. Entre 40.000 y 50.000 personas , según organizaciones de derechos humanos que trabajan sobre el terreno, esperan en esta ciudad a que pasen los meses eternos en los que las autoridades mexicanas tramitan su solicitud de asilo, un papel con el que podrán cruzar el país hacia el norte, al menos con alguna garantía legal y de seguridad. Por la noche, el parque se llena de esterillas y tiendas de campaña de muchas personas que han huido de sus países. Una de ellas es Mayra, una hondureña que en realidad no se llama así, pero pide que se cambie su nombre, como todos los migrantes citados en este artículo, para proteger su identidad.
“Ven, ven, siéntate con nosotras”, le dice Mayra a otra hondureña. “Es de confianza. Se llama Evelyn”, dice y poco después se acerca a una tercera migrante, Daisy. “También le pasó lo mismo”, explica mientras las presenta. “A nosotras nos pasó lo que nunca pensamos que nos pasaría. A mí me violaron … me bajaron del autobús y me violaron en Guatemala. Junto a otras cinco mujeres, y una menor, de 10 años”, cuenta Mayra. Después de un silencio, Daisy se atreve a preguntarle quién cree que lo hizo: “La misma policía. Detuvieron el bus y nos bajaron a los que no pudimos pagar la mordida [extorsión]. A las mujeres nos violaron. Fueron tres agentes con capuchas negras”, cuenta.
Mayra lleva toda su vida luchando por los derechos de las mujeres. En su San Pedro Sula natal, su activismo la acercó a las historias más descarnadas perpetradas por la violencia de las maras en Honduras . Su lucha la animaba a continuar, hasta que un día ella fue el blanco y, en su huida, se convirtió en superviviente de una violación masiva cometida por la Policía Nacional Civil (PNC) de Guatemala. El mismo activismo por el que tuvo que huir la lleva hoy a denunciar su propio caso y acompañar a otras mujeres como Evelyn y Daisy.
Todas ellas, además de escapar de las amenazas y extorsiones por parte de las pandillas en Centroamérica, la violencia machista y la homofobia también tuvieron que usar su cuerpo como moneda de cambio para cruzar Guatemala.
Según coinciden más de 50 migrantes entrevistados para este reportaje en las fronteras de Guatemala, este país ha sido para ellos el más duro de la ruta migratoria por las extorsiones y la violencia de sus autoridades, unos testimonios que corroboran organizaciones que trabajan sobre el terreno. “En estos últimos tiempos, casi a diario atendemos a mujeres y personas de la comunidad LGTBIQ+ que han sido agredidas sexualmente en Guatemala por parte de autoridades, pandillas o crimen organizado”, declara Caro Cocunubo, técnica de asesoría legal en género del Centro de Derechos Humanos Fray Matías.
“Cuando un grupo de migrantes indocumentados ingresa al país, son detenidos y extorsionados por elementos policiales a cambio de dejarlos continuar su camino, violando varios derechos humanos fundamentales”, le dice a EL PAÍS Pavel Catavi, investigador en derechos humanos de la organización Cristosal . Las formas de extorsionar son diversas, desde insultos y amenazas a tocamientos indebidos para exigir su dinero.
“Habría preferido pasar dos veces la selva del Darién antes que por Guatemala”, sentencia una joven venezolana que acaba de llegar a Tapachula con su marido y su hija de 2 años. Pese a la dureza que representa para los migrantes el cruce de la selva que divide a Colombia y Panamá , muchos coinciden en que, en los últimos años, Guatemala se ha convertido en un infierno, en especial para las mujeres y las personas del colectivo LGTBIQ+. “Es uno de los peores países de tránsito y no solo por la extorsión. Las violaciones a derechos van en aumento y sobre todo afecta a las personas con mayor riesgo de estar en situaciones de vulnerabilidad”, sostienen desde el CDH Fray Matías.
La violencia en Centroamérica se acentúa en el camino
Mayra salió de su país natal un 12 de febrero de 2023 a las 10 de la mañana. “No fue por decisión propia, salí obligada, amenazada”, asegura. Ella comenzó su carrera en el activismo y la defensa de los derechos de las mujeres y niños cuando asesinaron a su primo. Todavía iba al instituto. No pertenecía a ninguna de las maras predominantes de Honduras, pero era homosexual. Las pandillas lo torturaron antes de matarlo.
Ella ya estaba en el punto de mirar por su trabajo como defensora. Pero un caso en particular le llevó a dejar su hogar de un día para otro. “¿Qué me trajo a México? Una nena, una nena de apenas 14 años”, cuenta. Mayra colaboraba con ONU Mujeres y el Centro de Estudios de la Mujer de Honduras dando talleres en escuelas. En uno de ellos, se le acercó una niña que le confesó que llevaba dos días sin comer y durmiendo en la calle por miedo a volver a casa porque su padrastro abusaba de ella y su novio, un pandillero, la obligaba a prostituirse.
Mayra quiso ayudar a la adolescente a poner una denuncia y ahí se dio cuenta de que se estaba metiendo con las personas equivocadas. “La pareja de la niña era uno de los que supuestamente manejaba mi sector. Desde allí, empecé a recibir amenazas”, asegura. A los pocos días, se encontraron los cristales de su coche rotos con una nota dentro que le daba 24 horas para desaparecer.
Ahí comenzó su huída. En la estación de autobuses de San Pedro Sula compró un pasaje a Tecún Umán, en la frontera entre Guatemala y México, sin saber nada de ese lugar ni intuir la odisea que le esperaba en el camino. Mayra salió de Honduras por el municipio fronterizo de Corinto.
Desde 1991, Honduras, El Salvador y Guatemala son firmantes del Convenio Centroamericano de Libre Movilidad (CA-4) por el cual los ciudadanos de esos países pueden moverse libremente por sus territorios. Pero, pese al convenio, las autoridades de gozan de impunidad a la hora de extorsionar a los migrantes, independientemente de la nacionalidad. Por eso, cuando cae la noche, las estaciones de autobuses de las principales ciudades fronterizas del sur del país se llenan de migrantes que acaban de ingresar y prefieren tratar de pasar desapercibidos.
Mayra comenzó su viaje en un autobús nocturno. Poco después de salir, este se detuvo y subieron varios agentes de la PNC. Tras requisar los teléfonos móviles de sus ocupantes, los policías bajaron a todas las personas que no tenían documentación. Es ahí cuando empieza la extorsión. Bajo amenazas de deportación, los agentes exigen un cobro de entre 100 y 1000 quetzales (entre 13 y 130 dólares). Unos kilómetros más adelante, en el siguiente retén, la escena se repite.
Según informaciones de Cristosal, son ocho los retenes fijos entre la frontera de Aguas Calientes, que divide Honduras y Guatemala, y la de Tecún Umán, ya en la línea divisoria de ese país con México. La información pública solicitada por EL PAÍS al Ministerio de Gobernación ya la PNC revela que la policía tenía instalados 14 retenes en la ruta por la que transitó Mayra el día de su viaje. Ese organismo alega que, por motivos de seguridad, no puede facilitar la localización de los mismos.
A estos retenes fijos “se suman unidades policiales individuales de dos o tres agentes que siguen a los autobuses”, asegura Catavi, de Cristosal. Esta información ha sido confirmada con entrevistas a migrantes en las que aseguran que, “durante el trayecto, coches de la policía se situaban delante del autobús y lo obligaban a parar en medio de la carretera”. Esos testimonios coinciden en que personal uniformado de la PNC sube al vehículo y exige un cobro a las personas que se encuentran en él. “Si las personas ya han dado todo su dinero a las autoridades y se encuentran con otro retén más adelante, la policía les quita los tenis, la ropa, cualquier objeto de valor que ellos puedan tener”, asegura el investigador de Cristosal.
El cuerpo como moneda de cambio
Una de las mujeres del autobús en el que viajaba Mayra estaba con sus tres hijos: una chica de 14 años embarazada, una de 10 y un niño más pequeño con autismo. Mayra le ofreció a la madre cuidar un rato al menor, que estaba asustado y no paraba de llorar. “En los otros retenes nos habían extorsionado pidiéndonos dinero, pero el tercer retén fue el peor”, dice la migrante hondureña. Según el convenio CA-4, los menores sólo pueden cruzar con un permiso firmado de la madre y el padre biológico. Pero la mayoría de las madres solteras hondureñas no tiene relación con el padre de sus hijos o incluso escapan de él.
Mayra estaba con el niño de la otra migrante en brazos poniéndole música con el móvil para tranquilizarle cuando en un desvío de la carretera principal la policía paró el autobús y dos agentes subieron al vehículo y pidieron que bajaran las madres que iban con menores a cargo. “Yo traté de explicarles que el niño no era mi hijo, pero no pude… me hicieron bajar también”, recuerda.
Era de noche. Las mujeres estaban en medio de la nada y los agentes llevaron a cinco adultas y dos niñas a una caseta. A estas instalaciones se las conoce como cuartos oscuros, por su situación estratégica, oculta y solitaria para cometer los abusos con total impunidad, afirman desde Cristosal. “Primero nos extorsionaron… nos pedían un dinero que no teníamos para hacer el supuesto permiso de los niños y poder continuar con el viaje”, cuenta Marya. “Yo de verdad que no andaba nada de plata, y se lo dije a ellos. No andaba para pedir la cantidad que me estaban pidiendo porque ya estaban pidiendo 1000 quetzales (130 dólares). ¿De dónde iba a sacar yo 1000 quetzales?”
Pero los policías no aceptaron el no por respuesta. Según Mayra, eran tres agentes con uniforme negro, camisa de manga larga y su número de identificación tapado. “Nos violaron. Se decían el uno al otro de quién era su turno. La mamá suplicaba… Les imploraba que hicieran con ella lo que quisieran, pero que no tocaran a su niña. También violaron a la niña, tenía sólo 10 años”.
Tras ser violada, Mayra logró escapar. “Si me van a matar que me maten, pensé yo. Y yo corri. Llegué a México con las plantas de los pies rasgados de tanto correr”, asegura. Un conductor que la vio por la carretera se apiadó de ella. La invitada a subir a su coche y la llevó hacia Tecún Umán, en el norte.
El miedo deja los casos en el olvido
Su caso no es una excepción. EL PAÍS ha recopilado al menos tres testimonios de personas que aseguran haber sido violadas. Una de ellas es Daysi, una mujer transgénero hondureña que entró por la frontera de Aguas Calientes el 6 de junio de 2023. Tampoco se libró de las extorsiones de la policía. Su peor pesadilla la vivió tras pasar el retén policial de Río Hondo cuando agentes encapuchados de la PNC con sus identificaciones tapadas les pidieron una mordida de 600 quetzales (unos 77 dólares). A los que no pudieron pagar, los bajaron del bus. “Me metieron en un cuarto, sola. El policía me acorraló contra la pared y me dijo: ‘Si no andás dinero tenés que mamármela’, asegura. El agente abusó sexualmente de ella y le dejó todo el dinero que llevaba en la mochila. Otros siete hombres encapuchados observaban la escena. En los cuartos contiguos, obligaban a entrar a otras mujeres con niños. “No sé qué pasó con ellas, pero todas llegaban llorando al autobús”, recuerda.
Al llegar a Ciudad de Guatemala, Daysi se puso en contacto con Lambda, asociación que trabaja en favor de los derechos de la comunidad LGTBIQ+. Tras contar su historia, la asociación interpuso una denuncia colectiva ante la Procuradoría de los Derechos Humanos (PDH). Aunque esta avanzó y llegó hasta el Ministerio Público, el caso no tuvo más recorrido. “Las personas migrantes se encuentran con muchas dificultades de acceso a la justicia. Al miedo a denunciar se añade que se encuentran en un contexto de movilidad, ponen la denuncia y se marchan”, sostiene Alejandro Morales, coordinador de Espacio Seguro de Lambda. En el caso de Daysi, como en muchos otros, el desconocimiento del territorio y del lugar exacto donde sucedió el delito, así como el hecho de no poder identificar al agente dificulta aún más el proceso. Al ser consultada por este medio, la PDH ha negado la existencia de la denuncia —pese a contar con el número de expediente— y no ha querido hacer declaraciones al respecto.
Diversas organizaciones consultadas aseguran que llevan años reportando casos por extorsión, y estos van en aumento. Al ser consultada por este medio, Alejandra Mena, portavoz del Instituto Guatemalteco de Migración (IGM) asegura que tiene conocimiento de denuncias interpuestas ante la PNC y que éstas han sido trasladadas al órgano correspondiente. Sin embargo, el IGM asegura no tener reportes ni denuncias hacia funcionarios de su propio organismo “que estén involucrados en estos cobros”, y no asumir ninguna responsabilidad al respecto. EL PAÍS contactó con Edwin Monroy, portavoz de la PNC, el viceministro de Seguridad Carlos Franco, y con Jorge Aguilar, portavoz del Ministerio de Gobernación, pero todos rechazaron responder a las preguntas y dar explicaciones sobre el caso.
Desde el inicio de esta investigación, más de cinco organizaciones no gubernamentales que han atendido a víctimas de agresiones sexuales cometidas por las autoridades guatemaltecas han desestimado colaborar en este reportaje, alegando que esto podría obstaculizar su trabajo en el terreno. Muchas víctimas no denuncian por miedo a represalias y por no ser Guatemala su país de origen. Muchos casos como este quedan en el olvido.
Cuando llegó a México, Mayra pasó la primera semana en Tapachula sin dinero, sin ayuda, durmiendo en el Parque del Bicentenario. Después de cinco meses esperando, en julio de este año ha logrado la cita para su proceso de asilo en EE UU, mediante la aplicación CBPOne . “Jamás pensé que esto me podía pasar al salir de Honduras, la verdad… Por más que tú escuches historias, escuchas las historias que pasa uno en México hacia EE UU, pero no te das cuenta de que no es sólo México, en Guatemala también . Sales huyendo de lo malo y te encuentras algo casi peor”, dice Mayra que decidió contar su historia para que su testimonio ayude a que otras mujeres no tengan que pasar por lo mismo.