El presidente de Nicaragua buscará su quinto mandato luego de encarcelar a las principales figuras de la oposición. Antes y durante décadas llevó a cabo todo tipo de artimañas para garantizarse que nadie le disputara el liderazgo en el FSLN
Con 75 años de edad y prácticamente recluido en su casa, Daniel Ortega está en campaña electoral por octava vez. Desde 1984 es el único candidato presidencial que ha presentado el Frente Sandinista, partido que tomó el poder en Nicaragua en julio de 1979 a la cabeza de una revolución armada.
Para mantenerse en la boleta electoral por ocho ocasiones, en cuatro de las cuales ha logrado ser presidente del país, Ortega ha recorrido una ruta que contempló, entre otras cosas, la eliminación de las elecciones primarias en su partido, la expulsión de correligionarios que quisieron disputarle la candidatura, un pacto de repartición del poder con un adversario político, la violación a una expresa prohibición constitucional y ser beneficiado con la extraña muerte de un candidato a cuatro meses de las elecciones que le permitieron regresar al poder.
Hasta 1984, Nicaragua era administrada, en teoría, por una Junta de Gobierno, aunque el poder real residía en nueve comandantes que integraban la Dirección Nacional. Daniel Ortega era uno de estos comandantes y el coordinador de la Junta. Desde esta posición, se vio como “natural” que haya sido el escogido como candidato presidencial cuando el gobierno revolucionario decidió abrirse a elecciones buscando legitimidad en medio de una cruenta guerra.
Sin embargo, tras bambalinas había una lucha de poder entre los comandantes. Ortega logra el respaldo mayoritario de la Direcciona Nacional para bloquear a Tomás Borge, un comandante de “más colmillo” que manifestó su interés en ser el candidato presidencial sandinista. Ortega hace fórmula con el escritor Sergio Ramírez Mercado y logran el 67 por ciento de los votos en esas elecciones.
Para 1990, en unas elecciones adelantadas por las presiones de la guerra, Ortega y Ramírez van de nuevo como candidatos a presidente y vicepresidente, respectivamente, por el Frente Sandinista. En esa ocasión, sorpresivamente, pierden frente a Violeta Barrios de Chamorro quien obtiene el 54.74 por ciento de los votos. Ortega logra el 40.82 por ciento. Esa derrota significó el fin de la revolución sandinista.
Luego vendrían dos sucesivas derrotas más, en 1996 y 2001. El Frente Sandinista continuó manteniendo a Ortega en la boleta electoral en medio de una recia batalla interna por el liderazgo, que llevó en 1995 a la división del partido y al establecimiento de elecciones primarias con el propósito de democratizar la escogencia de candidatos y aplacar el descontento.
En 1995 la defensora de derechos humanos Vilma Núñez y Álvaro Ramírez compiten con Daniel Ortega por la candidatura presidencial. Ortega gana por amplio margen. En el 2001 aparecen otros dos candidatos –Víctor Hugo Tinoco y Alejandro Martínez Cuenca– disputándole la representación sandinista a Ortega. Ortega vuelve a ganar.
Sin embargo, para 2005, las cosas se le complican a Daniel Ortega porque aparece en escena Herty Lewites, “El Tigre Judío”, un carismático veterano sandinista, amigo personal de Ortega, que venía de una exitosa gestión como alcalde de Managua, y decide competir contra Ortega por la candidatura presidencial del Frente Sandinista. Nuevamente se inscriben también en las primarias de ese año Víctor Hugo Tinoco (actual preso político) y Alejandro Martínez Cuenca.
Las elecciones primarias funcionaron bien en el Frente Sandinista mientras Ortega estuvo seguro de su victoria. La posibilidad de perder ante un personaje más popular lo obliga sacar el colmillo de la naturaleza poco competitiva que lo caracterizaría desde entonces. El Congreso Sandinista, dominado por su grupo cercano, decide eliminar las elecciones primarias y expulsar del partido a Lewites y Tinoco. Daniel Ortega es proclamado candidato por quinta ocasión.
“El Congreso tomó su decisión”, diría Ortega entonces. “La verdad es que las primarias dan muchos problemas por el enorme desgaste y roces que provocan entre los sandinistas. ¿Para qué vamos a desgastarnos y perder el tiempo en unas elecciones, donde al final los que piden hacerlas no reconocen los resultados? Somos un partido que tiene sus normas”.
Pero, las amenazas para Ortega no terminarían ahí. Herty Lewites es acogido como candidato presidencial para las elecciones del 2006 por el Movimiento Renovador Sandinista (MRS) fundado por los disidentes que separaron del Frente Sandinista en 1995. Lewites era todo un personaje: bromista, bailarín, bien se le podía ver de gala en una mesa de millonarios o comiendo en la mano, haciendo chistes, en la banca de un mercado popular.
El 2 de julio de 2006, Lewites murió de infarto poco después de someterse a una cirugía menor. Murió en plena campaña política, solo cuatro meses antes de las elecciones en las que Daniel Ortega regresó al poder. Su repentina muerte despertó toda clase de sospechas y especulaciones. No se le hizo autopsia por disposición de su esposa.
Tres días antes de su muerte, la encuestadora Cid Gallup publicó un sondeo de opinión que daba el 23 por ciento de la intención de votos a Daniel Ortega, 17 por ciento al liberal Eduardo Montealegre, 15 por ciento a Lewites y 11 por ciento a José Rizo, otro candidato liberal. La participación de Lewites habría obligado a una segunda vuelta electoral, que la ley establecía por entonces para porcentajes menores del 35 por ciento de los votos. Y en una segunda vuelta, según todos los cálculos, Daniel Ortega no podía ganar, porque se agrupaba el voto antisandinista que estaba dividido.
Hasta el día de hoy, la familia Lewites sigue esperando una investigación que despeje las dudas que existen sobre la muerte de Herty Lewites.
Daniel Ortega ganó las elecciones de 2006 con el 38,07 por ciento de los votos. Esa victoria fue la cosecha de una jugada un tanto truculenta que había hecho años atrás. Para 1998, cuando el Frente Sandinista estaba viviendo sus horas mas bajas, Ortega estableció un pacto con el gobernante liberal Arnoldo Alemán en el cual acordaron repartirse el país, “un cargo para vos otro para mí”, y darse concesiones mutuas afín de preservarse ambas como las principales fuerzas políticas de Nicaragua. Una de esas concesiones fue bajar el techo electoral necesario para ganar en primera vuelta a 35 por ciento del 45 establecido, un umbral al que Ortega no podía llegar.
Con el regreso al poder en 2007 se encontró, sin embargo, con un doble candado constitucional que prohibía la reelección consecutiva, lo cual era su caso, y establecía que nadie podía ser presidente en más de dos ocasiones, lo cual también era su caso. Una sentencia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, integrada solo por magistrados sandinistas, anuló en octubre de 2009 la prohibición constitucional alegando que violentaba los derechos de Ortega, al contradecir el principio de igualdad que la misma Constitución en otra parte establecía.
De esta forma pudo participar en su sexta campaña como candidato, y ya con un Consejo Supremo Electoral totalmente controlado, consiguió reelegirse y los diputados suficientes para que en 2013 reformaran las Constitución y quedara establecida la reelección indefinida.
“Daniel Ortega nunca ha creído en la democracia”, dice el analista político nicaragüense Eliseo Núñez. “La mira como un fenómeno que, lo que él llama, la sociedad burguesa ha impuesto como método de selección de los candidatos”.
Dice que el liderazgo de Ortega surge de las “circunstancias de la guerra”, en la primera parte, y luego de la derrota electoral de 1990 Ortega apareció “como refugio seguro” para la militancia sandinista que se sentía abandonada durante ese tiempo.
“Todo esto fue aprovechado para entronizar una dinastía familiar que se aleja mucho de la propuesta programática que tuvieron inicialmente, pero se acerca al mismo modelo de los ochenta”, señala. “Él nunca ha cambiado, siempre ha sido un modelo autoritario, totalitario, solo que antes era totalitarismo de partido y ahora es totalitarismo familiar”.
Para Edgard Parrales, veterano sandinista que fue embajador de Nicaragua ante la OEA en los años 80, “Ortega tiene una visión mesiánica de sí mismo, se cree una persona indispensable para oponerse al imperialismo, a la democracia”.
Coincide con Núñez en que para Ortega la democracia es un estorbo. “Lo que pasa es que en cierto momento tuvo que disimular. Ya no disimula”, dice.
Para esta campaña electoral, la octava de su vida, Ortega no sale de su casa a conquistar votos como antes. En las pocas apariciones públicas que tiene se le ve caminado con dificultad. Ni siquiera se presentó a inscribir su candidatura este lunes como el resto de candidatos, sino que envió a su representante legal. Con el tribunal electoral totalmente integrado por sus leales y con los siete principales precandidatos opositores presos, no necesita hacer campaña para lograr su quinto periodo presidencial.