Gabriel García Márquez se sorprendió cuando visitó la URSS en 1957. En 22 mil millones kilómetros cuadrados no pudo ver algún anuncio de Coca-Cola.
Pero ese panorama se preparaba para cambiar. Muy pronto la primera impresión sucumbió.
Nikita Kruschev toma Pepsicola en la Feria Americana de Moscú en 1959. El mariscal Zhukov, triunfador en Berlín 1945, pide a Coca-Cola que le invente una versión incolora (White Coke) para que en el Kremlin crean que está tomando vodka. Gorbachov posa delante de los Arcos Dorados y Boris Yeltsin asiste a la apertura de un local de McDonald’s en Moscú. Putin no. Putin no ha sido retratado nunca con un vaso de cola en la mano ni engullendo un Big Mac.
En razón de solidaridad con los ucranianos que luchan contra la invasión rusa, centenares de empresas han decidido abandonar el mercado ruso. Las bebidas refrescantes y de comida rápida también se han sumado al boicot universal.
La significación que para el _homo sovieticus_, en este caso, ruso, no abriga conclusión en estos momentos.
Todas esas corporaciones tienen su historia.
Pepsicola se convirtió, en 1972, en el primer producto extranjero en venderse en la URSS. Fue un trueque. A cambio, los soviéticos le dieron la exclusividad de la distribución de vodka Stolichnaya en el mercado estadounidense. La primera planta de Pepsi en Rusia la inauguraron en 1974. En 1989 se firmó un nuevo arreglo, según el cual Pepsi se hacía con 17 submarinos de guerra, un crucero, una fragata y un destructor, que luego los vendió como chatarra.
El vodka es el licor más vendido en EEUU desde la década de 1970, pero la Stolichnaya, el lavagallo ruso, ya no aparece en el ranking. Al contrario, Pepsicola mantuvo su dominio en el mercado soviético (ahora, ruso) hasta 2005, cuando Coca-Cola se lo arrebató.
Coca-Cola entró en la URSS en 1985, tras la llegada Mijaíl Gorbachov al Kremlin. Había dado un primer paso en 1980, como bebida oficial de los Juegos Olímpicos de Moscú. Esas Olimpiadas de Invierno fueron boicoteadas por EEUU, como respuesta a la invasión soviética a Afganistán un año antes. Muchos países le acompañaron o participaron sin himnos ni banderas nacionales. Venezuela no se sumó. Coca-Cola no retiró su patrocinio. Argumentaba que lo hacía desde 1924. Cuando Rubén Mijares, enviado especial del diario El Nacional, regresó de Moscú, traía en la mochila cuatro trofeos: un peluche de la mascota Misha, un estuche con cuatro discos de marchas militares soviéticas, una foto con el medallista de plata en boxeo peso gallo Bernardo Piñango y una lata de Coca-Cola Special Edition Moscú 1980.
Se vendía en la URSS pero era importada, y solo se expendía en tiendas para diplomáticos y turistas Los rusos ansiaban una Coca-Cola. Ese sonido y ese burbujeo que se percibe al halar el anillo, les producía un efecto indescriptible. La vez que estuve en Moscú en julio del 85, me bastaron dos latas para acompañar a una rusita a la pieza.
La primera planta entró en funcionamiento en 1989. El salto triple (los Olímpicos, la venta restringida y la producción masiva) produjo inquietud en todas las esferas sociales, alud emocional que más tarde propició una onda expansiva en el mercado soviético. Si la distensión y la convivencia pacífica les había llevado la Pepsi, la Perestroika alojó en el imaginario «la chispa de la vida», el slogan ochentoso de Coca-Cola.
El 31 de enero de 1990, a diez cuadras de la Plaza Roja, del Kremlin, de la iglesia de San Basilio y de la tumba de Lenín, dos emblemas de Occidente y el bronce del gran Aleksandr Pushkin se juntaron en un mismo lugar.
«El McDonald’s representó el cambio que todos esperábamos. Justo enfrente había un cartel de Coca-Cola —otra novedad en el país— que brillaría en la oscuridad más que las estrellas rojas en lo alto de las torres del Kremlin. En el lado opuesto de la calle había un bronce de Pushkin, el poeta, la conciencia y el alma de la cultura rusa, observando cómo la gente cruzaba la línea hacia otro mundo. Juntos, Ronald McDonald y el Papá Noel rojo de Coca-Cola representaban un par de superhéroes amantes de la libertad. Agregue al poeta romántico y tendrá la santísima trinidad, que simboliza todo lo que es importante para los rusos: comer, beber y contemplar el alma rusa».
Este es el comentario del fotógrafo Mitya Kushelevich, escrito en septiembre de 2014 con motivo de la clausura durante 90 días del primer McDonald’s de Moscú. Rusia se había anexionado por la fuerza la península de Crimea, al igual que quiere hacerlo ahora con toda Ucrania. En respuesta a las protestas y presiones mundiales, entre otras réplicas, el gobierno cerró el local de la Plaza Pushkin aduciendo razones sanitarias. Lo que hace 8 años fue un autoembargo ruso, hoy es un retiro voluntario como parte de las sanciones a Rusia.
Gerald Nadler, periodista que entonces era jefe de la oficina de la agencia UPI en Moscú, adelantó lo que iba a suceder el día de la apertura del local de McDonald’s en la plaza Pushkin.
«Se necesitaron 14 años de planificación y negociación para que los arcos dorados compitieran con las cúpulas de colores de la Catedral de San Basilio en la Plaza Roja como el principal monumento del país».
Quizá eso suene a apuesta exagerada, pero el número de comensales en los McDonald’s en Rusia, en 31 años, supera al de los que han visitado durante un minuto el Mausoleo de Lenín en 98 años de exposición del cuerpo embalsamado del líder de la Revolución de Octubre de 1917. En su primer mes la tumba de Lenín fue visitada por 100.000 personas. El día de la apertura del primer McDonald’s, más de 30 mil moscovitas saborearon el menú. Se calcula que más de 144 millones de personas se han bajado de la mula allí.
En entrevista con el jefe de la operación en Moscú, George Cohon, el corresponsal Nadler revela un hecho crucial: cobrar en rublos, y no en «moneda fuerte», como era habitual en aquellos tiempos para la adquisición de bienes de origen extranjero. El rublo lo poseían todos los ciudadanos, tanto los oligarcas creados por Yeltsin y que hoy apuntalan a Putin, como el más humilde sereno de algún hospital de Moscú.
«Kohon, de 52 años, presidente de McDonald’s-Canadá, se sentó en el impecablemente limpio restaurante de relucientes mostradores de metal y mesas de fórmica y describió la decisión de vender por rublos como la más gratificante.
‘Hay un letrero afuera del restaurante que dice: ‘Solo por rublos’. ¿Ves el cartel? dijo Kohon. ‘Pensé en eso hace un mes, porque pasé por la aduana aquí la primera semana de enero.
‘La persona de Aduanas me conocía porque los medios soviéticos han estado cubriendo mucho, y ella dijo: ‘¿Su restaurante abre cuando?’ Dije: ‘Enero 31.’
‘Y ella dijo: ‘Lamento no poder ir’.
‘Dije, ‘¿Qué quieres decir?’
‘Ella dijo: ‘Bueno, es para moneda fuerte’.
‘Dije que no. Es sólo por rublos.
‘Ella dijo: ‘Bueno, asumí que sería moneda fuerte’.
‘Así que puse el letrero, ‘Solo por rublos’. Un tipo pasó y dijo: ‘Este es mi restaurante. Esto es para mi. Este es mi restaurante. Eso me excitó.
‘Otro tipo se acercó y dijo: ‘Esta es la primera paloma de la perestroika’. Es el primer signo visible de perestroika que he visto”.
Una chica que se apuntó para trabajar en ese local en 1990 y fue seleccionada entre 30 mil aspirantes, y que 30 años después se desempeña como vicepresidenta de McDonald’s Rusia, ha dicho: «En los exámenes de admisión preguntaban: «¿Cree usted estar capacitada para mantener la sonrisa durante cinco horas seguidas?».
Ese detalle, que fue característico de todos los empleados (82 mil hoy), captó la atención de los rusos e hizo la diferencia versus el trato huraño, desconsiderado y altanero que era blasón común de los bartender y mesoneros de los restaurantes rusos. No se lo creían. En ese momento los rusos comenzaron a ser amables.
En el interior del proyecto McDonald’s, estaba otra particularidad: 80 por ciento de los productos utilizados en los menú, procedía de la industria nacional rusa. Entrevistas realizadas en esa época mostraban a personas que después de seis horas de cola, decían » Esto no es ruso». Pero la carne, las papas fritas, el queso, el pan, el refresco para pasar el Big Mac, eran rusos.
Hasta entonces, los rusos no conocían el concepto de «Comida Rápida». Ninguno de los esfuerzos de Putin, para contrarrestar el embate occidental sobre la gastronomía nacional, ha tenido éxito. El primer lugar y decisivo: el tiempo de cocción requerido por la cocina tradicional rusa.
«Nunca tuvimos la tradición de comer a la carrera», explica Pável Sutkin, un historiador de las artes culinarias rusas, citado por el portal afecto a Putin, Russis Beyond . Explica que la cocina rusa debe ser percibida como «comida lenta, comer sin prisa con placer».
Esa contradicción no puede ser explicada según las leyes de la dialéctica que nos enseñaba el profesor Eduardo Santoro en los seminarios sobre materialismo histórico que dirigía a principios de los años ’60 en la UCV.
«También se debe a los años del «Telón de acero», dice para rbh.com la bloguera Daria Sokolova. «La gente comió chuletas durante 70 años sin ninguna alternativa, y ahora quieren beber refrescos de cola y comer croissants».
Los 840 locales de McDonald’s en Rusia han cerrado, los millones de litros que se expenden cada día de Coca-Cola esperan por mejores días, al igual que miles de expendios de otras marcas que bajaron sus santamarías.
Cuando estuve en la Plaza Pushkin, en 1985, entre decenas de restaurantes, solo ofrecían _pirozhkí, borshch y pelmeni_, una mierda.