Impulsada por la soledad de la pandemia y el pesar de las oportunidades perdidas, una escritora recreó los pasos del misterioso escape de su familia por los Pirineos.
Josef y Henri Szajbowicz.Credit…
Tenía las piernas rasguñadas y cubiertas de sangre, pero Henri nunca se quejó. Eso fue todo lo que me contaron sobre la huida de mi padre, que escapó de los alemanes a través de los Pirineos en algún momento de la segunda mitad de 1940. Él tenía 5 años, su hermana, Cecile, 3, y el día que salieron de su apartamento en el distrito 17 de París, mi abuela dejó ollas de comida sin terminar en la estufa para que ningún vecino, ya fuera entrometido o nazi, sintiera una curiosidad peligrosa.
Se reunirían con mi abuelo, quien ya había cruzado la frontera francesa con España, y recorrerían España, Portugal y Cuba, para acabar estableciéndose en Estados Unidos. De niña, no pensé en preguntar nada más sobre este viaje épico. Mi mente se conformaba con una instantánea lavada de este niño apenas en edad escolar y que escalaba las montañas hacia la libertad, como si fuera uno de los chicos Von Trapp con pantalones de cuero típicos de Baviera, minutos antes de que salieran los créditos finales de La novicia rebelde.
Sin embargo, ya de adulta, he llevado dentro de mí una mezcla de conmoción y vergüenza por no haber indagado los detalles. La justificación que me daba a mí misma era simple y corta de miras: ¿por qué obligar a mi padre y a mis abuelos a revivir un periodo aterrador de sus vidas? Me dejé llevar mucho por la procrastinación emocional de “ya lo haremos en algún momento”. Cuando mi padre murió en 2003, los secretos quedaron enterrados en todos los sentidos de la palabra.
Pero tras más de un año de encierro pandémico, cuando la soledad sacó a relucir el profundo pesar de las oportunidades perdidas, me consumió el viaje de mi padre y la idea de recrearlo. No importaba que hubiera pasado casi cuatro décadas recitando con complacencia el mismo puñado de detalles al relatar la historia de mi familia, una confesión que resultaba vergonzosa en particular para una periodista que sabía que no debía conformarse con las generalidades. El pasado mes de agosto, un año y medio después de que el mundo inició el confinamiento, y 81 años después de su misteriosa travesía por la montaña, empecé a escalar… después de averiguar dónde escalar.
Una travesía peligrosa
Hay una fotografía en blanco y negro tomada en 1935 en la que se ve a mi padre, un bebé de brazos, apenas montado sobre los hombros de su padre. La fotografía está tomada al exterior, se puede ver la ropa tendida al fondo, y la enorme sonrisa de mi abuelo aparece iluminada por el sol de París. Esta fotografía retrata la experiencia judía en París a mediados de la década de 1930, la relativa comodidad antes de la inminente catástrofe.
En 1934, cuando nació mi padre, la población judía de París había aumentado a unos 200.000 habitantes, la mayoría de los cuales, como mis abuelos, eran inmigrantes de Europa del Este. El antisemitismo estaba presente en todo el país (el caso Dreyfus, en el que un soldado judío fue condenado injustamente por traición, aún estaba fresco en la memoria), pero también estaba León Blum, el primer ministro socialista y judío. Incluso mientras Hitler acumulaba poder en el este y la noche de los cristales rotos, o Kristallanacht en alemán, echaba por tierra cualquier idea de que los judíos estarían a salvo en Alemania, muchos de los que vivían en Francia se sentían bastante seguros.
Pero en junio de 1940, el ejército de Hitler había derrotado a Francia y, con el armisticio francoalemán, el país quedó dividido en el norte, controlado por los alemanes, y el sur, controlado por Vichy, que, aunque era independiente, colaboraba con los nazis. La persecución no se hizo esperar: en octubre de ese año, el Ejército sentó las bases de la “arianización”: acabar con los negocios judíos. Al año siguiente, seis sinagogas de París fueron bombardeadas en una noche. Para 1942, si no estaban entre los aproximadamente 76.000 que fueron deportados, en su mayoría, a los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau en Polonia, los judíos que se quedaron en Francia recibieron la orden de llevar una estrella amarilla con la inscripción Juif (“judío” en francés).
Otros habían comenzado a viajar hacia el sur, ya fuera para esconderse en la región controlada por Vichy, pensando que el órgano de gobierno dirigido por los franceses los protegería, o para intentar escapar a España y Portugal, que permanecieron neutrales durante la guerra. Para ingresar a España había que cruzar por algún lugar a lo largo de la cordillera de los Pirineos, de 434 kilómetros de largo, que separa a ambos países. Mi padre y su familia estuvieron entre los afortunados que lograron cruzar durante la Segunda Guerra Mundial, alrededor de 20.000 a 30.000 personas. Los padres y hermanos de mis abuelos que se quedaron en Europa fueron llevados a campos de concentración y torturados o asesinados.
El gobierno francés reconoció el cruce de los Pirineos, más conocido como el Chemin de la Liberté o “El camino de la libertad”, 50 años después de que la guerra terminó, como una ruta oficial de escape durante la Segunda Guerra Mundial. Varias empresas de viajes de aventura de Europa ofrecen ahora recorridos guiados en grupo por la ruta, con frecuencia para quienes desean conmemorar la travesía de un familiar. Las excursiones comienzan en Saint-Girons, Francia, en las faldas de los Pirineos, a unos 80 kilómetros al sur de Toulouse, y serpentean a través de bosques, zonas rocosas y alguna que otra cima de montaña nevada hasta alcanzar una altitud de 2000 metros antes de cruzar la frontera con Vielha, España.
Todas y cada una de las descripciones del viaje advertían sobre los desafíos físicos, las pendientes empinadas y las caminatas de hasta nueve horas durante cuatro días. La descripción en línea de una excursión incluía un dial que indicaba la dificultad del recorrido hasta un rojo siniestro en el extremo. Cuando me puse en contacto con Anne Arran, antigua campeona del Equipo Británico de Montañismo de Competencia, ahora propietaria de Freedom Trail Treks, me advirtió a través de Zoom que los largos días y los arduos ascensos serían bastante difíciles para alguien que había pasado los últimos 15 meses apenas alcanzando los cuatro dígitos en su contador de pasos. Me inscribí y durante el mes siguiente pasé varias horas diarias en una escaladora de gimnasio con doble cubrebocas. Además, me recordaba en todo momento, mi padre había hecho este viaje cuando tenía 5 años.
Hasta que descubrí que no lo hizo.
Los pasados de los que no se habla
El fenómeno de los refugiados que echan tierra sobre su pasado traumático no es exclusivo de mi familia. Como dijo una vez Elie Wiesel sobre los sobrevivientes del Holocausto: “Solo quienes estuvieron allí lo sabrán y los que estuvieron nunca podrán contarlo”. Reprimir el dolor para mantenerse con vida no es algo reprochable. Sin embargo, el silencio es un desafortunado aliado de los autores de la violencia.
Dado que no se hablaba de ello, el relato familiar se convirtió en una verdad indiscutible. Decía más o menos así: en algún momento de finales de los años 30, a mi abuelo Josef Szajbowicz le dijeron que dejara a su familia en París y se presentara en un campo de trabajo para presuntos alborotadores, que pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial en Francia solían ser socialistas, simpatizantes comunistas y judíos inmigrantes (mi abuelo era las tres cosas). Escapó y escaló los Pirineos hasta ponerse a salvo en España. Una vez allí, consiguió que un passeur, o guía, acompañara a su mujer (mi abuela), Sadie, a mi padre y a mi tía desde París por la misma ruta de montaña hasta que la familia pudiera reunirse de nuevo en España. Juntos viajaron a Portugal, donde zarparon hacia Cuba.
En las semanas previas a mi propio viaje, interrogué a mi madre y a mis hermanos, por si alguno de nosotros había olvidado compartir hasta el más mínimo detalle. Localicé al viudo de mi tía Cecile, Kurt Rosen, que confirmó lo que yo sabía: “Joe y Sadie nunca decían nada”. Murió un par de meses después de esa llamada. Mi última esperanza de obtener información sobre la familia era la única prima viva de mi padre, Sylvia Kirschner.
Sus padres sobrevivieron a Auschwitz. Se casaron después de que la primera esposa de su padre fuera asesinada allí, al igual que el primer marido y la hija de su madre.
“Sé tan poco. Me apena mucho decirlo”, me dijo Kirschner a través de Zoom desde su club de playa de Nueva Jersey en julio. Hacer preguntas, dijo, “sencillamente estaba fuera de lugar. Sabíamos que nos haría llorar, así que lo dejamos pasar. No queríamos hacerles daño. Mi madre siempre decía en yidis: ‘Espero que mi sufrimiento libere a mis hijos y a los hijos de mis hijos, porque nosotros pagamos el precio por ustedes’. Era algo muy fuerte para un niño”.
Una tarde, mientras estaba sumida en la investigación, mi hermana me envió un mensaje de texto para decirme que recordaba haber hecho limpieza en la oficina de mi padre tras su muerte y haber encontrado dos cartas que le escribió a mi abuela después de que él se fue de París, pero antes de salir de Francia. Estaban en una caja sin identificar junto con una chequera del ahora desaparecido Chemical Bank y la tarjeta de membresía de mi abuelo al Sindicato Internacional de Trabajadores de la Confección de Ropa de Damas.
Las cartas, con fecha del 12 de mayo y el 22 de mayo de 1940, el año en que Francia se rindió ante Alemania, estaban escritas en yidis a mi abuela, padre y tía. La primera carta fue enviada desde Balan, Francia, a las afueras de Lyon, y la segunda de un pueblo francés que un tío, quien tradujo las cartas hace años, deletreó en inglés como “Barkares”.
Luego le pedí a Beatrice Lang, doctora y profesora de yidis en la Universidad Johns Hopkins que me tradujera las cartas. En la primera carta, mi abuelo escribió: “Veo que Mamá está bastante nerviosa… como todos”. Les cuenta a sus hijos sobre un pequeño canario amarillo que le dijo lo bien que se duermen los niños con un beso de su madre. En el siguiente párrafo escribe: “Cada día vienen los aviones de guerra del loco de Hitler”.
En la segunda carta, se dirige a sus hijos como si estuviera en unas gloriosas vacaciones. “¿Y, ustedes hermosos niños, querrían viajar al mar? Aquí donde estoy hay un mar tan espléndido. Desde la distancia vemos las olas plateadas lanzarse y apresurarse ruidosamente hacia la orilla”. Pero en otra parte, le decía a mi abuela: “Sería bueno irse”. Y añadió: “Es probable que nos vayamos de aquí para el fin de semana, pero aún no es seguro”.
El austero mensaje sobre la huida destinado a mi abuela me produjo escalofríos. Tenía que encontrar esta ciudad francesa cerca del mar.
No fue difícil: en Le Barcarès (localidad y comuna francesa situada en el departamento de los Pirineos Orientales) estaba Barcares, un campo de internamiento francés que funcionó de 1939 a 1943, en el que se encontraban los soldados de izquierda que habían luchado en el bando perdedor de la guerra civil española y que cruzaron de manera clandestina a Francia para escapar de la dictadura del general Francisco Franco. En efecto, estaba a orillas del mar Mediterráneo, no muy lejos de la ciudad de Perpiñán, al sureste del país. Pero estaba a casi 160 kilómetros del célebre camino de la libertad, que yo pensaba subir en cuestión de semanas. Me sentí como Indiana Jones cuando en En busca del arca perdida se da cuenta de que a los nazis les faltaban piezas clave en su búsqueda del Arca de la Alianza. “¡Están cavando en el lugar equivocado!”.
Una nueva dirección
La historia inexplorada está a la espera de que alguien la descubra. Cuando Francia nombró una solo ruta de escape “oficial” en los Pirineos, dejó en la penumbra lo que pronto yo aprendería que eran muchos más chemins. Necesitaba otro tipo de guía de montaña para entender por qué el mapa y la historia de mi familia parecían diferir tanto, y me puse en contacto con Josep Calvet, un historiador español que creció en un pequeño pueblo de los Pirineos y ha escrito varios libros sobre las travesías de montaña. Como me explicó a través de un Zoom intercontinental (con la ayuda de la traducción de mi exnovio, que habla español con fluidez), el Chemin de la Liberté era solo uno de los muchos caminos a lo largo de la cordillera de 434 kilómetros (el historiador Peter Black, del Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos, dice que eran entre 125 y 200). Mi abuelo nunca habría cruzado el Chemin de la Liberté en 1940, continuó Calvet, y no solo porque estaba demasiado lejos de Le Barcarès. En ese momento de la guerra, no habría habido ninguna razón para correr los riesgos de una ruta más traicionera.
El Chemin de la Liberté no se convirtió en una ruta popular —si bien angustiosa y peligrosa— sino hasta 1942. Durante los dos años anteriores, el gobierno de Vichy fue aplicando poco a poco leyes antisemitas como Le Statut des Juifs (la Ley del estatuto de los judíos), que excluían a los judíos de sus funciones en la sociedad francesa. Cuanto más restrictiva era la vida, más clandestinas y peligrosas eran las fugas. Al principio, los Pirineos estaban menos patrullados de lo que estarían poco después, por lo que se utilizaban caminos más bajos y fáciles, algunos a lo largo de la costa mediterránea. Pero a finales de 1942, cualquiera que intentara escapar tenía que subir cada vez más alto para eludir a los nazis, que para entonces controlaban la región y habían traído esquiadores alpinos austriacos y perros rastreadores para encontrar a los fugitivos.
A diferencia de mi familia, algunos refugiados se sentían cómodos contando su historia, y los museos del Holocausto en todo el mundo han documentado estos relatos. En el Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos, los testimonios escritos y en video incluyen el de un sobreviviente llamado Michel Margosis, quien escribió cómo su madre gastó el equivalente a 40.000 dólares para pagarle a un guía a fin de que llevara a su familia a través de las montañas. Otra refugiada, Sarah Engelhard, dio un testimonio en video al Museo del Holocausto de Montreal sobre su travesía de 1942 y recordó que su guía le dijo: “Si puedes seguir, sigues. Si no lo haces, te dejan. Es la ley del animal”.
Pasé horas leyendo, escuchando y viendo estos y otros relatos, cada uno revelador en su horror particular, y anhelé escuchar información específica de mi propia familia. ¿Quién los llevó por los caminos? ¿Había más personas con ellos? ¿Qué zapatos llevaban puestos y qué plantas hicieron sangrar las piernas de mi padre? Y, por supuesto, ¿cuál fue su ruta exacta?
Calvet estaba seguro de que en 1940 mi abuelo, y después mi padre, habrían podido tomar una ruta relativamente fácil por los bajos Pirineos a lo largo de la costa mediterránea. Antes de terminar nuestra llamada, me preguntó por qué mi abuelo había estado en Le Barcarès. Le dije lo que siempre me habían dicho, que estuvo en un campo de internamiento. El historiador se mostró escéptico.
Me envió un correo electrónico varias semanas después. “Su abuelo formó parte de un regimiento de voluntarios extranjeros (en su mayoría polacos) que se entrenó en Le Barcarès”, decía el correo. “Se alistó en la Legión Extranjera (unidad del ejército francés) y realizó un entrenamiento militar. No era un prisionero”. Calvet adjuntó una página escaneada del registro mecanografiada con nombres y fechas de nacimiento. Ahí estaba, en la línea 5403: Josef Szajbowicz, un nombre que se convertiría en José en Cuba y en Joe en Estados Unidos.
Empezaba a sentirme como si alguien hubiera arrojado mil piezas de un rompecabezas sobre una mesa, sin ninguna promesa de que, con trabajo y paciencia, surgiría una imagen clara. ¿Por qué mi abuelo se alistó en la Legión Extranjera y luego se marchó? ¿Lo sabía su familia? Me puse en contacto con estudiosos del Holocausto que tal vez supieran algo que yo desconocía. Peter Black, del Museo del Holocausto, me dijo: “Supongo que buscaba cualquier opción para salir y la Legión Extranjera era una opción. Podía seguir luchando desde las colonias del África Central francesa o de Marruecos. Y entonces, surgió una oportunidad de cruzar la frontera”.
Aliza Luft, profesora de Sociología de la Universidad de California en Los Ángeles, cuya investigación estudia la violencia contra los judíos durante el Holocausto, planteó aún más preguntas. “Era bastante raro que la gente cruzara tan pronto”, dijo. “Tu abuelo tuvo que haber sido muy previsor y haber tenido el conocimiento de los caminos y también de las redes, que en gran parte estaban dirigidas por exiliados españoles”.
Las piezas del rompecabezas empezaron a formar una imagen. El hermano menor de mi abuelo, Szolim, había abandonado París años antes para luchar junto a los socialistas en la guerra civil española. Su muerte durante la guerra se anunció en la publicación polaca Wolna Młodzież. ¿Habría mi tío abuelo presentado a su hermano a la red que salvó a mi familia?
Eufórica por ese instante de revelación, me pregunté si mi padre había buscado alguno de estos detalles una vez que tuvo la edad suficiente para entender todo lo que había soportado. Tal vez, al igual que su prima Sylvia, también estaba condicionado a no preguntar, a pesar de que, o tal vez porque, muchos de sus parientes tenían los antebrazos marcados con números de los campos de concentración. Hubo muchos otros que a los que nunca llegó a conocer.
Mariposas en la vereda
“¿Eso es todo?”, casi grité.
Todavía me sentía mal por el desfase horario de mi vuelo desde Nueva York cuando me reuní con Arran y su socio de la compañía de senderismo, Richard Prime, en la estación de trenes de Perpiñán, en Francia, así que no estaba segura de haberlos escuchado bien. Como explicó Arran, el camino actualizado, al sur de Le Barcarès y a través del Mediterráneo, solo me tomaría dos días y unos 35 kilómetros. Partiríamos la mañana siguiente del poblado de Collioure para una caminata de seis a ocho horas diarias, acamparíamos en el camino y cruzaríamos la frontera en Portbou, España. A diferencia del Chemin de la Liberté, los bajos Pirineos nos llevarían a una altitud de solo 975 metros. Casi me sentí mal por no tener que sufrir más.
Esa tarde, nos dirigimos a lo que queda de Barcares, que ahora es un campo abandonado y cubierto de maleza lleno de artefactos abandonados de los campos de internamiento. Caminé a lo largo de las hileras rectas de lo que parecían los cimientos de cemento de los barracones y recogí un casquillo de bala y uno de los numerosos fragmentos oxidados de alambre de púas. Al otro lado de la carretera había un gran arco metálico que recordaba a los republicanos españoles internados allí, y más allá, las mismas olas plateadas que mi abuelo describía en su carta. Un hombre con un bikini apenas perceptible corría por la playa con una cometa arco iris tratando de atrapar el viento. En auto, podrías haber pasado fácilmente frente a la escena sin pensarlo dos veces.
Al día siguiente por la mañana, di el primer paso del verdadero ascenso. La primera hora, más o menos, Arran y yo compartimos el camino con niños, abuelos y personas de todas las edades que hacían una excursión popular a la fortaleza del siglo XIII del Fuerte San Telmo. Pero mientras los excursionistas bajaban, Arran y yo seguimos subiendo y no vimos a nadie más hasta que llegamos a España.
A medida que la subida se hacía más pronunciada hasta el Puig de Sallfort, una cima plana, Arran me contó historias sobre otras caminatas anteriores que había dirigido a lo largo del Chemin de la Liberté en las que había que rescatar a excursionistas que no estaban en forma. Esta “caminata”, como ella la llamaba, para mi consternación extenuada, era mucho más fácil, más baja y más corta.
Hicimos el descenso vespertino de los últimos metros de montaña hasta el Refugio Coll de Banyuls, un “refugio” en el que el primero que llega se queda sobre un techo y unos tablones de madera sobre los que se colocan los sacos de dormir. Nos recibió Prime, que había llegado con cerveza y bolsas de pollo y arroz deshidratado con especias indias (también se puede llegar al refugio por un camino de tierra). Repetí la postura de “perro hacia abajo” varias veces por insistencia de Arran para que mis músculos no se acalambraran durante la noche y me dormí con el sonido de los ratones que correteaban cerca.
A la mañana siguiente me encontré con una placa cercana que conmemoraba a los soldados españoles que habían escapado por estas montañas hacia Francia, con un mapa que detallaba los diferentes caminos tomados, escrito en francés, español, catalán e inglés. A pocos metros había una gran piedra con palabras grabadas en francés, un “homenaje a los miles de hombres, mujeres y niños republicanos… que tuvieron que exiliarse después de tres años de guerra contra el franquismo”, según una traducción. “Fueron los precursores de la lucha antifascista en Europa”.
Esa última frase fue la única mención a cualquier otro fascismo continental. Aunque había mucha información sobre los que buscaban refugio en Francia, no había ninguna sobre los que huían de los peligros dentro de las fronteras del país. Los mismos caminos de montaña que se habían cruzado de sur a norte en 1939 se tomaron de norte a sur solo un año después. Diferentes dictadores, diferentes direcciones.
La caminata del segundo día, desde el Coll de Banyuls hasta el Coll de Rumpissa, era tan inclinada que Arran iba delante de mí y Prime detrás. Subimos entre excrementos de jabalí hasta que el sendero bien marcado fue desapareciendo y tuvimos que usar nuestros bastones para apartar las ramas espinosas. Las largas y puntiagudas espinas me rasgaron los pantalones y me dibujaron franjas sangrientas sobre la piel. En mi desesperación por sentir que había descubierto algo de verdad, me convencí de que eran las mismas plantas silvestres que arañaron y ensangrentaron las piernas de mi padre. El pensamiento mágico no se detuvo ahí.
Después de que mi padre murió de cáncer cerebral en septiembre de 2003, una mariposa de color naranja intenso había sobrevolado la carroza fúnebre que llevaba su cuerpo de la casa de mi infancia al cementerio. Excepto por unos cuantos faroles de las cerradas de los suburbios, estaba oscuro: no son las condiciones habituales para un insecto diurno. En mi descompuesto estado semanas después de la muerte, hablé con una médium que me dijo que la mariposa era de alguna manera mi padre y que siempre se me aparecería de esa manera. Durante todo el tiempo que pasé en los Pirineos, mariposas de todos los colores —anaranjadas, doradas, cafés, azules— flotaron y revolotearon frente a mí como si me estuvieran animando. Un escéptico diría, sin equivocarse, que en esas montañas se han documentado 200 especies de mariposas y 28 tipos de polillas diurnas.
La historia podría haber sido otra
Nuestro destino final en Francia era la cima con vista al poblado mediterráneo de Banyuls-sur-Mer, donde íbamos a encontrar una placa que conmemora a la guía judía Lisa Fittko y al filósofo judío alemán Walter Benjamin, uno de los muchos refugiados a los que llevó por los Pirineos en 1940 y 1941. En su biografía, Mi travesía de los Pirineos, Fittko describió que la ruta que solía tomar miraba hacia “el increíble mar azul y la cordillera, y en sus laderas verdes viñedos con un toque de oro entre ellos”.
Se cuenta que Walter Benjamin insistió en llevar una maleta que, según él, valía más que su vida. En septiembre de 1940, cruzó la frontera hacia Portbou, precisamente hacia donde yo me dirigía, y un día después fue encontrado muerto en su habitación de hotel (la maleta nunca se encontró). Los historiadores creen que murió de una sobredosis de píldoras de morfina al enterarse de que los españoles que simpatizaban con los nazis iban a enviarlo de vuelta a Francia.
Es probable que mi abuelo y después mi padre cruzaran más o menos por esa época. Un viraje diferente, el vagón de tren equivocado, la atención de la persona equivocada y mi padre no habría logrado atravesar España, llegar a Portugal y por último a Cuba. Tras seis años en La Habana, la familia llegó a Estados Unidos en el SS Florida. El nombre de la familia cambió a Shaw y mi padre pasó de Henri a Henry. A los 14 años, lo pusieron en segundo grado para que aprendiera inglés y finalmente obtuvo una maestría y un doctorado, y se convirtió en uno de los primeros en denunciar el cambio climático. La historia podría haber sido otra.
Cuando Arran y yo llegamos a la última cima de la caminata, el monumento a Fittko y Benjamin, el único reconocimiento a lo largo de mi ruta de los judíos que huyeron de Francia, había desaparecido. Solo quedaba una base metálica oxidada. En un punto, el monumento mostraba un mapa de su ruta exacta que salvó a las generaciones venideras y marcaba un mirador en el que Francia se funde perfectamente con España. El nombre de la guía podría haber quedado en el olvido si no fuera porque un grafitero con un rotulador azul escribió su nombre en una señal de la “Ruta Walter Benjamin” (la razón por la que el sendero se llama como Benjamin y no como ella se cubre en cualquier curso de Introducción a los Estudios de la Mujer).
Bajamos la montaña hasta que el sendero, de manera repentina, se convirtió en una carretera asfaltada. Unas enormes señalizaciones de color azul marcaban el final de Francia y el comienzo de España. Entre ellas había un monumento construido para honrar el 70.º aniversario de los republicanos españoles que cruzaron a Francia. Al cruzar la frontera en silencio, me encontré en Portbou. Con una pequeña playa de piedras y un puñado de restaurantes al aire libre que ofrecen versiones similares de sangría y patatas bravas, es una ciudad no tan pintoresca como para ser un destino turístico.
Nunca sabré con certeza qué vio mi padre cuando cruzó por primera vez a España. Pero espero que fuera algo así como una sensación de seguridad.
Antes de reunirme con Arran y Prime para celebrar con cava esa noche, fui a darme un rápido chapuzón. Los niños saltaban alegres desde un viejo muelle de madera y la música pop española sonaba entre un bullicioso grupo de personas tumbadas en sus toallas. Floté de espaldas con los ojos cerrados en el mar, el agua salada y tibia hacía arder mis piernas arañadas y ensangrentadas.