Por Daniel Coronell
Es periodista colombiano.
MIAMI, Estados Unidos — Los seguimientos e interceptaciones ilegales a periodistas, jueces, activistas de derechos humanos y políticos de oposición han vuelto a surgir en Colombia. Y no solo a ciudadanos colombianos.
Con dinero de los contribuyentes de Estados Unidos, destinado a luchar contra el narcotráfico y las guerrillas, el ejército colombiano ha ejecutado operaciones ilegales de espionaje también a ciudadanos estadounidenses en Colombia.
Hace unos días, la revista Semana mostró copias de los archivos hallados en una operación de registro a militares de inteligencia que, contrariando la ley, venían recopilando información sobre movimientos y fuentes noticiosas de reporteros de The New York Times, The Wall Street Journal,NPR y una prominente fotógrafa que fue a hacer un reportaje para National Geographic a ese país.
El informe forense que realizó la Procuraduría General de Colombia de la operación de registro afirma que en el escritorio de un sargento de inteligencia encontraron —bajo las denominaciones “Caso especial” y “Trabajo especial”— fotografías y reportes sobre contactos, lugares de residencia, actividad en redes sociales y desplazamientos de periodistas estadounidenses y de decenas de reporteros colombianos, incluyéndome. Además, en los archivos hay información sobre defensores de derechos humanos, políticos de la oposición y militares.
Las unidades de inteligencia involucradas en estos hechos han recibido recursos en tecnología y dinero del gobierno de Estados Unidos. La ayuda estaba destinada a combatir el terrorismo y reducir el tráfico de cocaína desde Colombia, el principal productor mundial de esta droga. Sin embargo, una parte de esos recursos fueron desviados para recabar ilegalmente información de inteligencia sobre periodistas, activistas y políticos.
Las actividades de inteligencia, por su propia naturaleza, están cubiertas por un manto de opacidad. En Colombia, los controles civiles son limitados y prácticamente nulos. El secreto de seguridad nacional que ampara las acciones de estos militares se ha usado como pretexto para evadir responsabilidades. La discreción, a veces necesaria, se ha prestado para que, en distintos momentos de los últimos años, se hayan fomentado violaciones a los derechos humanos, excesos de poder y abuso de los recursos públicos.
El más reciente escándalo lo destapó una operación ordenada por la Corte Suprema de Justicia que allanó una instalación militar para establecer si desde allí se ejecutaban monitoreos ilegales de inteligencia y si el receptor de esa información era el líder del partido del gobierno en turno —Centro Democrático (CD)—, Álvaro Uribe Vélez, el expresidente de Colombia y senador. Uribe es el jefe político del actual presidente, Iván Duque, quien lo ha llamado públicamente “presidente eterno”.
La operación encontró que los militares estaban recopilando información sobre 130 personas, algunas de quienes han tenido una posición crítica frente al gobierno o son políticos de la oposición. Pero también había una sorpresa: entre los “perfilados”, como se ha llamado a los reseñados en los archivos de inteligencia, está Jorge Mario Eastman, quien fue uno de los funcionarios más cercanos de Duque.
Eastman, hoy embajador de Colombia ante el Vaticano, fue el secretario general de la presidencia durante los primeros nueve meses del gobierno de Duque. Había sido consejero presidencial de comunicaciones y viceministro de Defensa del gobierno de Uribe. El Tiempo, el principal periódico de Colombia, afirmó sobre la salida de Eastman que, de acuerdo a sus fuentes, “el presidente Duque recibía reclamos sobre la actitud distante de Eastman, incluso con el expresidente Álvaro Uribe y otros pesos pesados del uribismo”.
También fue “perfilada” la ganadora del premio Pulitzer Lynsey Addario, quien visitó las selvas colombianas para hacer un reportaje fotográfico con las guerrillas del Ejercito de Liberación Nacional (ELN) para National Geographic. Con información de sus redes sociales y usando un programa de análisis identificaron sus posibles contactos en Colombia.
También fueron seguidos varios reporteros colombianos, entre ellos el prestigioso periodista de investigación Ricardo Calderón Villegas, quien, paradójicamente, terminó revelando las actividades ilegales de los oficiales de inteligencia.
Otro de los blancos de estos seguimientos fue Nicholas Casey, quien cubrió Colombia como jefe de la corresponsalía de los Andes de The New York Times. En mayo de 2019, Casey hizo pública la existencia de instrucciones escritas del ejército pidiendo doblar el número de bajas de enemigos en combate.
Para muchos esa orden significaba el retorno de los falsos positivos, como fueron llamados los asesinatos de jóvenes civiles por parte de militares que los presentaban como guerrilleros abatidos en enfrentamiento con el ejército para recibir recompensas en efectivo, ascensos y descansos remunerados, una serie de premios establecidos en una directiva ministerial de 2005 que estimulaba la política del conteo de cadáveres (body count).
Inmediatamente después de que el reportaje de Casey fue publicado, miembros del partido del gobierno señalaron al corresponsal como simpatizante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). La senadora María Fernanda Cabal, una de las legisladoras más radicales del CD, sugirió, sin pruebas, que Casey recibía dinero de las Farc para escribir noticias falsas.
Cuando la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) rechazó la peligrosa estigmatización del reportero, el expresidente Álvaro Uribe respondió por Twitter que la FLIP se desdibujaba al “defender el sesgo de ‘periodistas’ que terminan en la protección del narcoterrorismo y en la difamación contra las FFAA [Fuerzas Armadas] de Colombia”.
Los técnicos judiciales que revisaron los metadatos de los archivos de inteligencia sobre Casey, encontrados en el allanamiento a las instalaciones militares, establecieron que fueron creados un día después del primer señalamiento del CD contra él.
Los seguimientos e interceptaciones ilegales a periodistas y críticos de los gobiernos se volvieron recurrentes en Colombia desde hace más de 15 años. En 2009, durante el segundo mandato de Uribe, el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) —una agencia de inteligencia civil que dependía de la presidencia— espió ilegalmente a magistrados de la Corte Suprema de Justicia que investigaban vínculos entre jefes políticos y grupos paramilitares, incluso se plantaron micrófonos ocultos en las sesiones reservadas del tribunal. Fueron interceptados y seguidos ilegalmente activistas de derechos humanos, políticos de la oposición y periodistas para identificar sus fuentes.
Como consecuencia de esas actividades, varios altos funcionarios fueron condenados por la justicia. Entre ellos, el secretario general de la presidencia de Uribe, Bernardo Moreno, y la entonces directora del DAS, María del Pilar Hurtado. El DAS fue disuelto en 2011 y remplazado por la Dirección Nacional de Inteligencia.
Esa fue la excepción. Lo normal ha sido otra: cada vez que estalla un escándalo, el presidente en turno y su ministro de Defensa se declaran sorprendidos y algunos oficiales subalternos son reemplazados y señalados como “manzanas podridas”. Después los ánimos se aplacan y todo regresa a la calma hasta que vuelve a pasar.
Sucedió también en el gobierno de Juan Manuel Santos, cuando fue descubierta la llamada Operación Andrómeda, donde miembros de la inteligencia militar trataban de hackear las comunicaciones de los negociadores de paz con la guerrilla de las Farc, reunidos en La Habana, Cuba.
Adicionalmente, el general Juan Pablo Rodríguez, comandante de las Fuerzas Militares durante cuatro años del gobierno de Santos, fue señalado por subalternos de haber ordenado interceptar comunicaciones de José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, quien pedía que los autores de los llamados falsos positivos respondieran ante la justicia internacional.
La reciente revelación de una operación de contrainteligencia puso al descubierto graves actos de corrupción militar, entre otros: un general que le vendió información a las Farc, hoy desmovilizadas; otro alto oficial del ejército que le entregaba armas a la Oficina de Envigado —un grupo de cobranzas criminales, sicariato y narcotráfico—, y otro mando de la marina que enviaba anticipadamente cartas navales y rutas de patrullaje a la banda de Los Pachencas para que pudieran mover fácilmente los embarques de droga.
También es justo decir que la inteligencia colombiana, tanto militar como de policía, le ha dado grandes golpes al narcotráfico y ha diezmado el poder de las guerrillas hasta llevar a negociar a las Farc, que llegó a ser el grupo guerrillero más numeroso de Colombia y el más longevo del mundo. Así mismo ha reducido notablemente la capacidad de daño del aún activo ELN.
Por todo eso, la inteligencia seguirá siendo esencial para la seguridad de los colombianos. Sin embargo, para que sobreviva, y sea respetada, es necesaria una cirugía mayor.
Los gobiernos de Colombia y Estados Unidos —que desde el año 2000 ha fondeado con al menos 10.000 millones de dólares de sus contribuyentes los programas de cooperación en seguridad y defensa colombianas—, deben garantizar que la inteligencia militar esté efectivamente subordinada al poder civil y cumpla con las leyes.
La ley de inteligencia necesita dientes para que el gobierno dirija de modo efectivo las acciones de los organismos de inteligencia y sus presupuestos. Hasta ahora el papel de los civiles ha sido puramente decorativo y la escasa inspección solo se ejerce dentro de la jerarquía militar. El gobierno debe asumir la responsabilidad política por lo que hagan o dejen de hacer los militares. Y también es necesario que la comisión legislativa de inteligencia y contrainteligencia tenga una mejor y más activa presencia de los partidos de oposición.
Solo así existirán controles contra la corrupción y el uso que algunos políticos hacen de la fuerza para perseguir adversarios, reducir el escrutinio público y restringir el trabajo de la prensa nacional e internacional.
De lo contrario, pronto habrá más manzanas podridas que buenas.
Daniel Coronell es periodista y presidente de Noticias de la cadena Univision.