Los grupos armados al margen de la ley mataron o desterraron a las autoridades en el municipio con más cultivos de coca en el mundo
Puentes de lata improvisados, una carretera con huecos y letreros alusivos a las guerrillas del ELN y el EPL. En el trayecto no hay un solo uniformado a la vista. Una cabuya a modo de barrera en la vía es la señal para detenerse. Más adelante, otra parada similar. Son dos peajes supuestamente comunitarios para arreglar la carretera, pero en realidad operan al servicio de los grupos armados. Controlan quién entra y quién sale. Tibú es un pueblo abandonado, con las calles rotas y cedido a la delincuencia.
Si ocurre un asesinato, no hay autoridades que recojan el cadáver ni las evidencias. Muchas veces, los cuerpos se entierran sin que se les haga la necropsia. No hay quien atienda la morgue, ni Fiscalía, ni juzgado. El alcalde Nelson Leal López se vio obligado a refugiarse en Cúcuta, la capital de Norte de Santander, tras decenas de amenazas y el robo de dos de las camionetas blindadas para su protección, pues el Estado no puede garantizar la seguridad de él ni de nadie en el municipio.
Tibú ocupa el primer lugar en cultivos de coca del mundo, con 22.000 hectáreas de tierra sembradas, según el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. Es el municipio más extenso del departamento de Norte de Santander, fronterizo con Venezuela. Hace parte del Catatumbo, región conocida como zona roja por sus históricos problemas de violencia.
Paramilitares del Bloque Catatumbo, que estuvieron bajo las órdenes de Salvatore Mancuso y Carlos Castaño, reconocieron ante la justicia que, entre 1999 y 2004, cometieron 12.427 homicidios y 375 desapariciones forzadas en Norte de Santander. Gran parte de las víctimas eran arrojadas al río Catatumbo y otras enterradas en fosas comunes.
De Tibú solo se difunden noticias negativas: bombas, masacres, secuestros, asesinatos, extorsiones, reclutamiento a menores de edad… No obstante, recorrer el casco urbano produce la impresión de un pueblo habitado con aparente normalidad. Tenderetes, carne fresca colgada en los andenes, bares con música a todo timbal y un parque con juegos para niños. Los habitantes pregonan que se puede caminar con tranquilidad, aunque el miedo se percibe en el ambiente. El mayor riesgo parece presentarse en los caminos rurales. “Aquí no roban. Puedes andar con el teléfono en la mano sin problema. El peligro es que explote una bomba o que te maten”, dice alguien con desparpajo. Explica que para quien robe el castigo es la muerte.
La estación de Policía permanece acordonada con mortajas negras, vallas y barricadas para atrincherarse. Desde el atentado en mayo pasado, en el que murieron dos uniformados y una mujer tras la detonación de una carga explosiva, los policías viven ocultos y solo salen a patrullar en tanquetas blindadas. Los habitantes temen acercárseles pues la mayoría de los ataques han sido dirigidos contra la fuerza pública. No se puede ni tomar fotos.
Desde que en 2021 asesinaron a la fiscal Esperanza Navas, Tibú se quedó sin Fiscalía y sin justicia. La fiscal asesinada tenía a su cargo más de 400 causas por cultivos ilícitos y homicidios, pero ni siquiera en su caso han capturado a los responsables. Los procesos fueron trasladados a Cúcuta y la posibilidad de que se haga justicia es remota. Sin instituciones ni investigadores criminalísticos locales, y sin judicialización de los delincuentes, se perpetúa la impunidad. Las funerarias recogen los cadáveres para la sepultura, pero se pierden las pruebas.
En el pueblo tampoco hay juzgado ni oficina de derechos humanos del Gobierno. En 2019, una comisión del juzgado municipal fue atacada con granadas y ráfagas de fusil cuando se dirigía a realizar una diligencia judicial. El secretario del despacho y el perito judicial fueron asesinados, y hubo 11 heridos, entre ellos el juez, tres militares y tres policías. Desde entonces cerraron el juzgado.
El alcalde ha tratado de regresar a bordo de helicópteros del Ejército, pero apenas aterriza la Policía descubre un nuevo plan de asesinato y se ve obligado a volver a Cúcuta, desde donde despacha por videollamada. La inseguridad se ha incrementado con las elecciones locales que se avecinan. “Nos toca comenzar a recuperar el territorio, pero para eso necesitamos de las instituciones del Estado, y articular el trabajo con la fuerza pública para que las comunidades vuelvan a confiar en su policía”, dice el alcalde.
Otros seis alcaldes de Colombia han tenido que irse del municipio que gobiernan, la mayoría del departamento del Chocó, y uno que renunció: el de La Playa de Belén, también de Norte de Santander. La renuncia de un alcalde por inseguridad no se presentaba desde hace 20 años; que un alcalde abandonara el pueblo no se veía desde el 2006, informó la Federación de Municipios.
En Tibú operan todo tipo de grupos armados al margen de la ley: las disidencias de las FARC, el ELN, el EPL (también llamado Los Pelusos, un grupo disidente de esa guerrilla que no se desmovilizó en 1991) y bandas criminales, algunas de ellas transfronterizas, como el cartel de Sinaloa y el Tren de Aragua.
Antes de que se pusiera en marcha un cese al fuego con el ELN, guerrilleros armados con fusiles fueron a un corregimiento de Tibú y se tomaron fotos con los niños. En varios videos ha quedado registrado cómo miembros de las disidencias de las FARC patrullan el municipio a plena luz del día. Portando armas largas y brazaletes, requisan a los habitantes y se apostan afuera de la Alcaldía.
A falta de justicia y del poco accionar de la Policía, los disidentes imponen su ley con castigos como amarrar a los ladrones o vendedores de drogas a los postes de energía con letreros como “soy vicioso FARC EP”, obligándolos a barrer las calles o a trabajar en el campo. La amenaza del asesinato o la desaparición cuelga en el aire. “La guerrilla es la que arregla los problemas judiciales, los problemas matrimoniales, los problemas de plata. Esto es lo que pasa por no tener comisaría de familia, ni juzgado, ni una inspección de policía fortalecida”, explica el alcalde Leal. En otro tiempo la guerrilla vivía internada en el monte, pero ahora son los amos y señores del pueblo.
Los cultivos de coca son una de las razones por las que los grupos armados se disputan esta zona. Gran parte de la población vive de ella, aunque estos últimos meses ha habido una desaceleración en la compra, lo que algunos expertos le han atribuido a la sobreoferta. En las zonas rurales es usual que la gente realice transacciones con cocaína. A pesar de la pobreza, vivir en Tibú es caro porque los grupos armados le piden cuotas a todo el mundo, incluso a los vendedores ambulantes de café. En contraste, la fundación de Shakira ha puesto en marcha la construcción de un colegio en el pueblo.
En los últimos 25 años, miles de personas se han tenido que desplazar por la violencia. Zenayda Pérez es una de ellas. Por las amenazas, no tiene un lugar fijo donde vivir. Los grupos armados la han retenido hasta por dos horas cuando transita por las veredas. No tiene tranquilidad. Su esposo, excombatiente de las extintas FARC, ha sufrido atentados. “Mi seguridad consiste en que después de las cinco de la tarde no tengo nada que hacer en el pueblo. Me restrinjo de expresar muchas cosas”, dice.
Tibú es uno de los municipios donde es más difícil defender los derechos humanos. Desde la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, en 2016, han asesinado a 20 líderes sociales y a 8 excombatientes, de acuerdo con la ONG Indepaz. En este municipio queda uno de los 24 espacios territoriales de reincorporación que se crearon tras el acuerdo de paz. Este año los grupos armados se han robado dos carros de la ONU en el Catatumbo, donde esta organización mantiene dos sedes de la Misión de Verificación.
El próximo 8 de octubre se instalará justamente en Tibú la primera mesa de diálogo entre la delegación de paz del Gobierno y el llamado Estado Mayor Central, la mayor agrupación de disidencias de las extintas FARC, que lidera Iván Mordisco. Ese mismo día iniciará el cese al fuego que se extenderá por diez meses, el más largo hasta ahora logrado por el gobierno de Gustavo Petro con un grupo armado en el marco de su política de paz total. La disidencia declaró un cese unilateral de acciones ofensivas contra las fuerzas estatales desde el 22 de septiembre.
En Tibú hay más víctimas registradas que habitantes: son 88.566 víctimas, mientras el pueblo tiene 59.536 habitantes. Cualquier persona con la que se habla narra su historia de amenazas, victimización y silencio.
El párroco Jairo Gelves Tarazona hace parte del consejo de paz y reconciliación del municipio y ha salido a marchar como representante de la iglesia católica. “Uno sale (en Tibú), pero no sabe si puede retornar”, dice. “Aquí la gente sospecha de todo el mundo, hasta de nosotros los curas también, porque es una situación difícil”, agrega.
Olguín Mayorga, presidente de la Asociación de víctimas del conflicto armado en Norte de Santander, ha sido amenazado recientemente con mensajes firmados por el “ELN” para que decline su candidatura a la Asamblea departamental. Los líderes no cuentan con las garantías de seguridad para dar a conocer las violaciones de derechos humanos. “En la región y en Tibú no se ha sentido que haya realmente un cese al fuego con el ELN; a ellos se les facilita salir a patrullar las calles, lo que pone en riesgo a la población civil”, dice.
La líder Carmen García, presidente de la Asociación de Madres del Catatumbo por la Paz, cuenta que sintió un poco de tranquilidad con la firma del acuerdo de paz de 2016, pero que desde 2018 arreció la guerra. “Al Catatumbo lo han dejado solo. Aquí pasa de todo y nadie dice nada. Aquí matan todos los días”, concluye. En lo que va corrido del año la asociación que preside ha sacado del municipio a 25 mujeres amenazadas por los grupos ilegales. Ella misma está amenazada y, aunque tiene asignado un esquema de protección, no puede entrar con él al municipio; tiene que asumir los riesgos si quiere ir. Ni los escoltas armados están a salvo. “Yo no quise ser líder, la guerra me llevó a ser líder. El Ejército mató a mi esposo y lo hizo pasar como un falso positivo”, cuenta.
En lengua Barí, Catatumbo significa “casa del trueno”; la región es conocida por sus relámpagos nocturnos. Juan Titira, líder Barí, considera que ahora su comunidad sufre más violencia que antes del acuerdo de paz. Los grupos armados les hacen retenes ilegales, han minado sus territorios y su casa de gobierno ha sido hostigada con tiroteos por estar cerca de la estación de la Policía. “Nuestras autoridades indígenas se han visto amenazadas, los grupos armados nos han estigmatizado y llevado al confinamiento. No tenemos paz ni armonía en nuestros bohíos”, explica.
Quizá, en defensa propia, la gente tiende a hablar sobre la violencia en general, sin señalar a ningún grupo. Temen ponerse una lápida encima. Acostumbrados a la guerra, algunos prefieren no hablar, pero todos, incluso el sacerdote, tienen miedo. Tibú es un pueblo a la deriva y sin justicia.