Es una práctica extendida y que se ha agravado por el dinero que llega de la migración. Los precios alcanzan más de 200.000 pesos en algunas zonas rurales
A la puerta de la casa hay una muchacha muy joven que amamanta a su bebé tapadito con una cobija mientras el hijo mayor se entretiene con cualquier cosa a su lado. Baja la mirada al paso de esas extrañas visitas en un día cualquiera de la montaña guerrerense. Quiénes serán y qué querrán. Otras jóvenes con bebés a cuestas muestran la misma timidez, la voz apenas les sale del cuerpo y acaso con un leve gesto dejan un saludo. Y siguen su camino, apurando el paso, como un roedor sorprendido fuera de la madriguera. Así son miles de adolescentes en estos pueblos mexicanos encaramados en lo más alto de la montaña, donde apenas llega nadie. Han sido vendidas siendo muy niñas a sus maridos, siguiendo una costumbre ancestral que los siglos no han conseguido eliminar. Bien al contrario: desde hace unas décadas, el dinero que llega de la migración a Estados Unidos las ha convertido en una mercancía que puede alcanzar los 200.000 pesos (9.500 dólares). O más. Toda una fortuna que convierte las viviendas de barro en casas de cemento y da para una boda con músicos y carne de res bien regada con cerveza. Las muchachas serán ya presa de un matrimonio cruel en el que cualquier queja se ahoga con la misma frase: “Yo te pagué”.
Antes de que les toque la luna, es decir, su primera menstruación, las miradas de los hombres ya se han posado sobre ellas. Un día, al salir de la escuela, espera en la casa el futuro suegro, que ha ido a solicitar su mano y a regatear el precio que pidan. La boda no va a tardar. A veces se entrega el pliego petitorio encabezado por el “derecho de leche”, es decir, un dinero que compense el embarazo, el parto y la crianza de la novia. Eso puede suponer 10.000 pesos, pero en vista de las sumas que se pagan ahora, casi resultaría ofensivo. Quizá 80.000, 100.000, 200.000 pesos de salida. Las condiciones dirán si se puede hacer una rebaja. No hay que olvidar la fiesta. En el papel figurarán las cervezas, los refrescos, los kilos de chile, el maíz, el pan dulce, los guajolotes (pavos) para los padrinos de la casadera, que vendrán adornados con un collar de flores. Y la orquestina. El casamiento no será de postín si no hay una banda, ahora se estila mucho.
En México están prohibidos los matrimonios a edades tan tempranas, pero las leyes no consiguen alterar las tradiciones. Si el sacerdote se niega a oficiar la boda, se tenderá un petate en el suelo, allí se arrodillarán, probarán un poco de sal y recibirán consejos y bendiciones. El padre ha entregado a “su princesa, a su ángel”. “Te llevas un tesoro, la flor de este jardín”. Así le dicen a la familia del novio. Las han cuidado casi encerradas en casa, acompañadas para salir. “Las entregan vírgenes y puras, moldeables, sin malas prácticas, cuando todavía obedecen y pueden influir en ellas, orientarlas, enseñarles las tareas del hogar y del campo, la maternidad y la vida conyugal”, dice Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, ubicado en Tlapa, la capital de esa región de Guerrero, que agrupa 19 municipios y unas 600 comunidades. Alrededor de 400.000 habitantes.
Muchos de estos pueblos se rigen por los llamados Usos y Costumbres, consagrados en la Constitución, que algunos renombran con sorna Abusos y Costumbres. Un consejo de hombres, los Principales, domina la justicia, las elecciones, los tratos y la vida diaria. La mirada sobre la igualdad entre hombres y mujeres es muy corta.
Es aún noche cerrada cuando el todoterreno trepa por una carretera invadida en algunos tramos por enormes pedruscos que han rodado ladera abajo por culpa de las lluvias. Los deslaves dejan el camino intransitable. Las luces de las aldeas salpican toda la serranía y el amanecer va descubriendo pintorescos pueblos pintados de colorines, como un dibujo infantil. El paisaje, entre mares de niebla baja, es de un verde rabioso. Los guajolotes y las gallinas se cruzan en el trayecto con su séquito de polluelos. Cantan los gallos.
En la lumbre se asan ya las tortillas de maíz que las mujeres han amasado. Cuecen los frijoles y están listas las salsas picantes que sacarán las lágrimas a quienes no están acostumbrados al chile. Es tiempo de sembrar el maíz y la amapola del fentanilo. Después, llegará la cosecha. Así será este año y el siguiente. El paisaje de postal no deja ver las heridas que han dejado las balas en algunos de estos pueblos, donde algunas cunetas también están sembradas, pero de cadáveres. Muchos quisieron probar otra suerte arriesgando su vida de forma distinta: en la frontera con Estados Unidos. Desde los años ochenta, hombres y mujeres comenzaron una migración que no ha parado y ahora hay aldeas donde apenas quedan viejos y niños que esperan a sus padres.
Del gringo ha llegado lo mejor y lo peor. Los recursos para ir construyendo casas que no se derrumben con las lluvias y el ánimo para que completen la secundaria y quizá la universidad aquellos hermanos que se quedaron. Pero también la soberbia del que se fue sin nada y vuelve envalentonado con el fajo lleno de billetes. Ahora es el que manda y si alguien lo duda retumbarán los tiros al aire. Que suene la música. Que corra el mezcal. En algunas comunidades, los hombres pagan por dos y tres mujeres en concubinato.
Carmen, que no da su nombre verdadero porque la presión social sigue siendo muy fuerte, lo vio venir muy pronto y se fue del pueblo al acabar la primaria. Desde bien chica le plantó cara a su padre, un “machista” que amenazaba con venderla por 300.000 pesos y un coche. “Tengo primos que se han casado con 12 y 13 años. Niños flaquitos que van en triciclo mientras su mujer está en casa. Mi tía vendió a mi prima por 130.000 pesos con 12 años a un hombre que regresó de Estados Unidos y la pidió. Ya tiene tres hijos. Ella quiere bautizarlos y casarse, pero la suegra le dice que no hay dinero: ‘Si tu madre no se hubiera pasado pidiendo, ahora tendrías tu boda”
La madre de Carmen fue raptada de niña por su novio (el padre de Carmen) —es otra de las costumbres para impulsar el casamiento— un día cuando llevaba chile a casa de su abuela. A la vuelta de la esquina, el hombre la agarró y se la llevó a rastras. “Tenía 11 años, la hermana fue a avisar a mi abuelito, pero no hicieron nada. La dejaron cubierta con una cobija en un jacal de maíz. Siempre le pregunto: ¿Por qué no te escapaste, mamá, cómo fuiste tan tonta?”. Y la madre se sonríe y le responde: “Ay, hija, sí, qué razón tienes, era por miedo”, cuenta la muchacha. La familia pidió por ella 20.000 pesos para formalizar un matrimonio devorado por la violencia del marido. “Mi papá golpeaba a mi madre delante de todos. Mi hermano pedía a gritos que la dejara, que no la golpeara…”. Las lágrimas ruedan por la cara hermosa de esta mujer, que ahora tiene 30 años. “Era tan necio, si mirábamos por mi madre los golpes nos los regresaba a nosotros. Mi mamá siempre decía: ‘No me puedo ir, mi papá vendió mi vida, si me muero o me llega a matar… tiene mi vida comprada’. Nada de eso ha cambiado”, asegura Carmen.
La violencia de género sacude con fuerza esta zona de Guerrero, pero no es la única donde la venta de las mujeres las convierte en esclavas vapuleadas día y noche, por sus maridos o por sus suegros, con quienes se quedan como sirvientas si el casado vuelve a Estados Unidos. Ocurre en zonas de Oaxaca, Tabasco, Michoacán y otros Estados. Al despacho de la abogada Neil Arias, del centro Tlachinollan de Derechos Humanos, llegan muchas chicas en la veintena, con dos o tres hijos, que han decidido poner fin a la violencia que sufren desde la boda. “Ellas no dan su consentimiento, así que la violencia comienza ahí. Tampoco les preguntan si quieren tener hijos, se les impone. El hombre siempre repite la misma frase: yo te pagué. Las tratan como un objeto y son violentadas por años. Si se quieren ir, él se queda con los niños, hasta con bebés de meses”, cuenta la abogada.
Se acercan a la organización Tlachinollan para que les ayuden a recuperar a sus hijos, porque no aguantan más ese matrimonio infernal; otras veces es para que su familia política le dé el dinero que se han ganado en el campo y que administra el marido o el suegro. Porque, a la postre, con su trabajo esclavo, acaban pagando el desembolso que hicieron por ellas, explica Neil Arias, cuyas gestiones se chocan a menudo con una justicia corrupta. “En el Ministerio Público secundan la petición del marido: si se quieren ir tienen que devolver lo pagado. Y amenazan con catalogar el caso como trata de personas, pero lo que quieren todos es repartirse ese dinero”, afirma la abogada.
¿Acaso no es trata de personas comprar una esclava doméstica? Arias ya se ha encontrado con esta pregunta en muchas ocasiones y sabe que el proceso no llegará a buen puerto con esa calificación. “No es trata, porque no son estrictamente objeto de explotación sexual o servidumbre con ánimo de lucro. Hay que tener en cuenta para qué se usa el dinero del acuerdo y estamos hablando de comunidades muy pobres donde esos recursos a veces son para construir una casita o pagar un médico. Sí, es esclavitud. Sí, es violencia. Pero no podemos criminalizar a las poblaciones indígenas”, afirma. Lo que no está dispuesta a tolerar es la violencia. “Eso es lo que hay que detener” ¿Y si no se da violencia? “Siempre se da. Él siempre manda y se impone. Y la violencia es la de siempre, no se ha incrementado porque ahora se pague más por ellas”.
Muchas mujeres y hombres repiten esa cantinela: si se van gratis, harán con ellas lo que quieran y si pagan, también, porque las consideran de su propiedad. Pero en tierras de tanta escasez, el dinero se abre camino y muy pocos padres se resisten a pedir una buena lana por sus hijas. Total, piensan, si luego les pegan y se quieren volver, las acogemos de nuevo. Algo que en el pasado era imposible, quedaban repudiadas si abandonaban el matrimonio. “Algunos, cuando tienen hijas, hasta esperan gustosos el dinero que sacarán por ellas”, dice en su casa Consuelo Sierra Solana, regidora de Participación de la Mujer de Metlatónoc, uno de los pueblos donde la venta de niñas está más arraigada. “Hemos ido a impartir talleres a algunas comunidades, con la gente de la Secretaría de la Mujer, pero cuando salen estos temas se molestan mucho. Hasta hemos salido con miedo de esos pueblos. Si ellas fracasan [es decir, si se quedan embarazadas], piden dinero al hombre. Y luego vuelven a pedir por la boda. Hasta dos veces. Empiezan con 200.000, y van bajando hasta que cierran el trato. Luego, ellas bailarán al son de sus zapatos”, afirma, sentada en su terraza, donde una sobrina friega la loza y una gallina se esponja en un rincón.
La concejala conoce las leyes, pero también que el terreno que pisan no es firme. “Si una chica se queda embarazada con 14 años, pues no nos podemos meter. Sabemos lo que es delito, pero no podemos hacer nada, se nos echa encima la familia”. Sabe de lo que habla. Las armas no son de juguete en estas tierras y las balas ponen y quitan alcaldes. De modo que los embarazos infantil y adolescente se suceden sin remedio. “La concepción está latente desde que tiene su primera regla, de 12 años en adelante. Por vergüenza, no dicen que fueron violentadas. Ellas lo asumen, la inevitable venta se transmite de mujer a mujer” afirma un médico de Cochoapa el Grande, Aulio Gelio, un veracruzano que lleva 28 años en esta comunidad.
En los soportales de esta localidad, al lado del Ayuntamiento, una mujer vende películas, pero ya no tiene de bodas. “Las dejaron de hacer cuando mataron a Fulanito en un casamiento y se agarraron a madrazos con el que grababa”, dice, como el que cuenta lo que ha desayunado esa mañana. Pero se vendieron muchas. Hasta Estados Unidos llegaban aquellas películas del festejo tan bien costeado del que podían presumir. Porque, finalmente, todo el pueblo colabora con lo poco que tenga al pago de la novia, de forma altruista o formalizando un préstamo comunitario que se devolverá con intereses. Después, comen, beben y bailan juntos. Son celebraciones colectivas que se grababan y vendían bien. Un fotógrafo profesional de Tlapa cuenta que tiene una cinta en la que se ve que a la novia la están empujando para entrar en la iglesia porque se resiste a casarse.
Lejos de decaer con el peso del tiempo, la venta de niñas “ha adquirido una dimensión más grave. Desde que Tlapa se convirtió en Tlapa York y los migrantes hacen una buena feria, estos rituales han cambiado los presentes en especias por dinero”, afirma Abel Barrera, de Tlachinollan. De poco sirve ya ir engordando un cerdo o criando guajolotes cuando nace un varón. Se va a necesitar mucho más que eso. Ahora, además de la venta descarada de una persona, se echa la casa por la ventana en el festejo. Los migrantes llegan envalentonados, siguen con la costumbre, pero no respetan a los viejos sabios que imponían las normas. Manda el dinero. Ellos son los empoderados.
Con andares trabajosos sube sus 75 años cuesta arriba José Reyes Mendoza. Invita a pasar a su cocina. En un rincón, la lumbre ha ennegrecido el tejadillo de tablas y uralita, que brilla como de azabache. Su mujer atiende los pucheros en silencio, pero saluda amable, con la timidez de quien no habla la lengua de los extranjeros. Por las paredes de madera y chapa entra el calor cuando arrecia el sol y el frío inclemente de la montaña. Algunas cajas de madera hacen las veces de muebles. Hay cachivaches por todas partes, unas pocas sillas que cojean en el piso de tierra prensada y la única concesión actual, una televisión envuelta en plástico que se apaga para la entrevista. Ladran los perros.
José es embajador, o viejo, como les llaman a los hombres de autoridad moral en estos pueblos indígenas, los que miran por el respeto de las normas ancestrales que pasaron de padres a hijos. Siempre en masculino. Son ellos los que van a pedir a las muchachas a las que ya les tocó la luna y median en los tratos entre las familias. Respeto es una palabra que sale a relucir varias veces en la conversación, traducida del tuun savi al español por un sobrino que estudió y se fue a la ciudad. La última pedida que hizo don José fue hace unos seis años. “10.000 pesos, no vi la necesidad de pedir descuentos, eso es por el derecho de leche”, afirma, con la gravedad de los Principales. “También se hicieron algunos presentes para los padrinos, unos guajolotes”. Y los consabidos refrescos, cervezas, chile, etcétera. Recuerda que antaño la cosa se resolvía con aguardiente y mezcal. “Era por respeto”. Esas sumas de dinero que piden ahora no le hacen ninguna gracia, pero si lo manifiesta, traduce el sobrino, lo corren del pueblo. “Tenemos que trabajar poco a poco”, afirma. También con el maltrato a las mujeres. Cuando se denuncian situaciones de violencia, se cita al marido y se le pregunta por qué pegó a la mujer. “¿Es que no quiso cocinar, es que no fue a la milpa (al maizal), es que no obedeció?” Si el hombre no da razones, puede pasar en el calabozo tres días.
Don José también asegura que el maltrato no depende del dinero, que siempre estuvo ahí. Dice que no está a favor de que se pague por las mujeres, que nada en la Biblia afirma que haya que venderlas. “Eso nace de nuestro pensamiento. No son animales ni propiedades. Algunas familias ya no lo hacen. Si quieren dar un chivo o pollos, eso ya es decisión de los padres, por respeto”.
En este pueblo, que se llama Vicente Guerrero en honor al héroe de la Independencia mexicana de origen negro e indígena, hay, en efecto, familias que se niegan a perpetuar esa práctica. Domitila Mendoza y su marido han optado por cortar con ese gesto que ella tuvo que sufrir. La vendieron por 10.000 pesos. Sus hijas no pasarán por eso. “No está bien vender a las hijas, son mi alma, son mi sangre”. Tiene dos hijos en Estados Unidos y la adolescente en casa, Anaí, que hace una breve aparición en la cocina para decir poco. Ella no piensa en matrimonio por ahora. La madre asiente satisfecha.
Domitila ha acudido a cursos de capacitación, como su amiga Marina Vega Pinzón, que también llega a la casa para ser entrevistada. Esos cursos, impartidos por la organización Yo quiero yo puedo, tratan de ir moldeando otras mentalidades que acaben con estas prácticas por las buenas. Pero los recursos son pocos y si no se hace un seguimiento, los pocos progresos se vienen abajo, igual que las montañas sobre las carreteras cuando llueve. Otra vez a quitar las piedras del camino.
Esta organización consiguió que algunas comunidades firmaran un acuerdo para abolir la venta de mujeres, pero al año siguiente ganaba otro comisario el poder y no se hacía cargo de lo comprometido. “En un pueblo conseguimos un acuerdo para 200 años”, afirma Benito Mendoza Martínez, uno de los promotores de Yo quiero yo puedo. Normalmente, son las mujeres quienes acuden a estos talleres, pero, una vez en casa, no son capaces de hacer entrar en razón a sus maridos, quienes fueron convocados a algunos cursos por esa razón”, afirma Mendoza. Marina Vega Pinzón no quiso que vendieran a su hija, pero el marido, que lleva 20 años en Estados Unidos, quizá con una nueva familia, le obligó a hacerlo. “Mi palabra no se respetó”, afirma sentada a la lumbre. Con la segunda quiso hacer lo mismo, pero ya la mujer se impuso. Total, él no puede hacerle nada desde tan lejos. Tiene 56 años. Ya no lo espera.
A veces, es la voluntad firme de algunas pequeñas heroínas la que abre camino a las siguientes. Carmen, la muchacha que enfrentó a su padre para continuar los estudios, contó siempre con el apoyo de una maestra en la localidad de Lomazoyatl, que le dio clases de 1º a 6º de primaria. De ella recibió ánimos siempre, pero el padre, machista y violento, solo quería formación para sus hermanos. “La mujer tiene que estar en casa”, le decía. Y Carmen le retaba: “Ellos no sacarán nada, yo sí voy a llegar a ser alguien”. Y abandonó el pueblo con 12 años, y siguió la secundaria y entró en la Universidad Pedagógica Nacional. Y luego tuvo un trabajo. Y dos niñas con un novio de la facultad. Cuando se quedó embarazada, a la mitad de los estudios, el padre le dejó de hablar tres años. Ahora, los nietos le han pacificado. “Mi hermano mayor, que está en Estados Unidos, ha sido en realidad mi padre”, dice Carmen. Su madre también le apremiaba: “Sigue estudiando, ¿qué quieres, levantarte a las cinco de la mañana para amasar, como yo?”.
A Carmen la acogió una tía para que siguiera sus estudios, pero es muy otra la suerte que corren algunas como ella, cuando deciden salir de sus madrigueras e internarse sin apoyos en la ciudad. Les espera la prostitución, los abusos y quizá, de nuevo, el trabajo esclavo. En Tlapa hay más de 30 prostíbulos, a decir de la organización Tlachinollan. Y están a la vista, en el centro.
Carmen deja un mensaje esperanzador: “Valió la pena”. Su historia, como las de algunas otras que consiguen salir adelante en una ciudad amenazadora, son las luces que salpican una serranía todavía muy a oscuras.