Cuatro directores de la compañía durante el chavismo han sido acusados de corrupción. Dos de ellos han sido sentenciados, uno se encuentra en el exilio y otro más murió en prisión. La principal fuente de financiación venezolana derivó en una trama de codicia y deshonestidad.
Rafael Ramírez, presidente de PDVSA desde 2004 hasta 2013, el zar energético de Hugo Chávez en su mejor momento político y uno de los referentes tradicionales en las estructuras de poder revolucionario, está ahora en el exilio, enfrentado acusaciones por corrupción formuladas por sus antiguos compañeros. A Ramírez y su entorno se les ha acusado de malversar, junto a sus allegados, varios millones de dólares en gigantescas operaciones irregulares, desvíos de capitales, cuentas secretas, sobornos y lavado de dinero —él lo niega—. Antes, en 2016, los diputados de la oposición le habían hecho señalamientos muy similares.
Ramírez fue sustituido en 2014 por Eulogio del Pino. El 4 de septiembre de 2017, organismos de seguridad del Estado le tocaron la puerta de su casa en la madrugada y se lo llevaron preso, acusado de peculado doloso (malversación de fondos público), agavillamiento (acaparamiento) y sobreprecio en operaciones millonarias en dólares en perjuicio del interés nacional. Los antichavistas siempre sospecharon de Ramírez y denunciaron su corruptela, hasta que el oficialismo actuó en su contra.
A Del Pino lo relevó Nelson Martínez, detenido por corrupción al año siguiente, el tiempo en el cual las calles del país crepitaban de ira ante la hiperinflación y la escasez de medicinas y comida. Martínez murió en la cárcel ese mismo año, a causa de padecimientos cardíacos crónicos agravados por su situación personal. Sus familiares denunciaron que llevaba un año detenido sin juicio.
Pasaron las administraciones de Manuel Quevedo y Asdrúbal Chávez, en apariencia sin escándalos a la vista, pero administraron una compañía sancionada internacionalmente, necesitada de mantenimiento, con su personal calificado emigrando y descapitalizada a una enorme velocidad gracias al anclaje cambiario que el Gobierno de Nicolás Maduro se negaba a derogar. La producción petrolera nacional llegaba a una caída libre de 400.000 barriles diarios, cuando hace diez años producía 2,5 millones. El último eslabón de esta historia lo escribe el propio El Aissami, la cabeza más importante de una nueva purga anticorrupción, en un caso, PDVSA-Crypto, que comprendió una sangría de dinero calculada en 21.000 millones de dólares. Y tras unos meses de alivio a las sanciones petroleras, Washington volverá a imponer restricciones a la venta internacional este mismo jueves si Maduro no se aviene a celebrar elecciones con garantías el próximo 28 de julio.
El parteaguas histórico entre la nueva PDVSA, de los tiempos del chavismo, y la antigua Petróleos de Venezuela, fundada en la democracia, se concretó hace 22 años, el 11 de abril de 2002. Entonces, Hugo Chávez enfrentó una conjura para deponerlo a partir de un multitudinario movimiento ciudadano que salió a las calles a pedirle la renuncia luego de un tormentoso periodo de estridencias y decisiones de Estado unilaterales.
Aquella fue la primera vez que PDVSA entraba en el huracán de un apasionado debate público: Hugo Chávez —consciente de que tenía en contra a la directiva de la compañía— llevó a cabo una campaña para colonizar con sus objetivos políticos los mandos de la organización. En un momento de ira, muy poco antes del golpe que intentara deponerlo, despidió a todos los ejecutivos en cadena nacional de radio y televisión, con un casco puesto y un silbato en la boca.
La militancia chavista argumentaba por entonces que, si PDVSA “estaba bien”, pues, “el país no lo estaba”. El Gobierno quería usar los ingentes ingresos de la compañía para orientarlos a la inversión social, a lo cual se oponían tenazmente los gerentes de la estatal. Chávez desarrolló una estrategia para arrinconar a la alta gerencia de PDVSA (estigmatizada con sorna como “la meritocracia”) acusándola de encarecer deliberadamente los costos de producción, de cobrar salarios excesivos, de obrar para los intereses de las empresas trasnacionales y de constituir una élite privilegiada en una sociedad llena de necesidades.
Fundada por el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez en 1976, luego de haber nacionalizado el petróleo, PDVSA —uno de los grandes logros organizacionales de la Venezuela democrática— fue por décadas una empresa estatal superavitaria, ajena a las pasiones del debate político, limpia en sus procesos y con casos de corrupción más bien aislados. Su músculo profesional y sus mandos gerenciales eran orgullo nacional. Su primer presidente, Rafael Alfonzo Ravard, es recordado como uno de los modelos de la gerencia pública en el país.
El prestigio de los gerentes de PDVSA era tan alto, que en 2002 muchas personas creyeron que Hugo Chávez no resistiría en el poder un enfrentamiento con la compañía que movía los hilos de la economía nacional, y que llegó a ser, por cuenta propia, uno de los grandes exportadores de crudo, gas y combustibles derivados de todo el mundo.
Durante el famoso Paro Petrolero, orquestado por la sociedad antichavista como un esfuerzo adicional para sacarlo del poder (diciembre de 2002, marzo de 2003), Chávez terminó ganando el pulso a la Alta Gerencia de la compañía (encabezada entonces por el ingeniero Juan Fernández), conquistando definitivamente sus estructuras, como también las de las Fuerzas Armadas a partir del año 2004. Al derrotar la huelga petrolera en su contra, Chávez despidió a varios miles de trabajadores que antes le habían desconocido. Emergió entonces la PDVSA “roja, rojiita”, como la bautizó Rafael Ramírez, y se consolidó la visión “nacional, popular y revolucionaria” de la gestión energética.
“Para mí, el declive de la industria tiene que ver con la caída de la producción de petrolero y gas. El año clave es 2005″, recuerda Rafael Quiróz, economista petrolero y profesor de la Universidad Central de Venezuela. Entonces el país bajó, para no recuperar jamás, del umbral de los tres millones de barriles diarios.
Quiróz hace un breve resumen de la operación gerencial chavista que destruyó el negocio petrolero en el país: “haber fusionado el cargo de presidente de PDVSA con el del Ministerio de Energía y Petróleo; adjudicarle a la empresa responsabilidades que no tienen nada que ver con la industria (construir casas, importar comida, distribuir enseres, todas fuentes de corrupción); y haberla colocado al servicio de un proyecto político, sea o no revolucionario.” La consecuencia de esos tres elementos, agrega Quiróz, trajeron un cuarto, consecuencia de los anteriores: la desinversión. Y, abrazado a todo eso, la corrupción.